martes, 16 de septiembre de 2014

NO, LOS DE HOY NO SON PÍCAROS

-Historias e historietas de los tiempos de Yago Valtrueno-


 
Pirata y pícaro, dos tipos históricos con muy mala prensa hoy. Es un error, creo. Lo digo porque me parece que les hemos colgado el parche y la baraja trucada a contemporáneos que nada tienen que ver con el capitán Kidd o con El Buscón.
No, los corruptos de hoy, y quienes los encubren desde tantas instancias, no son piratas. Para serlo deberían atacar al sistema desde fuera y no devorarlo desde dentro, como un tumor maligno. En términos actuales, un pirata era un terrorista, pues sembraba el terror en los puertos de ultramar, entre las tripulaciones de los galeones de Indias y en la Hacienda del rey. Para los reyes de la Monarquía Hispánica, Barbarroja y Barbanegra se parecían más a un gudari etarra o a un verdugo muyahidín que al ex presidente mefítico de una comunidad autónoma histórica. 
Pujol, Matas, Fabra, Baltar, Bárcenas y demás germanía no son piratas, son corsarios. Como estos, han gozado de una patente real, encarnada en sus cargos jurados, para saquear a propios y extraños. Ahí está el quid de la cuestión: los corsarios españoles con patente de corso de los Austrias o los Borbones también cañoneaban, abordaban, saqueaban y hundían mercantes con bandera de casa, y no solo a malditos herejes. La pela ya era la pela y el océano una infinita y discreta fosa.
Tampoco son pícaros los ladrones de cuello blanco y tratamientos honorables de nuestros días. Los pícaros no llegaban a ricos, ni mucho menos a ricos impunes. Lázaro acabó sus días de pregonero cornudo -y contento a la fuerza- y a Don Pablos no le quedó otra que emigrar a América, como tantos de nuestros abuelos y unos cuantos de sus bisnietos, a los que unos viejos podridos les han robado el porvenir.
Los pícaros aprendían a base de palos y crecían con sopas de convento y propinas de tahúres. Los pícaros entraban en las cárceles; los que hoy se ganan tan noble título con tan malas mañas las pisan para recoger el indulto. 
Yago Valtrueno, protagonista de El viento de mis velas (peripecias de un empedernido bebedor de café), es un pícaro coruñés. Un buscavidas -demasiado bondadoso para ser un criminal- que procura esquivar los golpes de Fortuna y de los flamantes mercaderes y usureros de su ciudad, una urbe que florece en un imperio que entona ya su canto del cisne. Yago es un gorrión entre buitres.
¿Y cómo nace esa palabra -pícaro- que hoy ha perdido tanto de su primitivo e inofensivo significado? Hay versiones para dar y regalar. Y ninguna definitiva.
Algunos lingüistas se van hasta los piqueros castellanos que regresaban de las campañas en la Picardía francesa. Parece tan obvio que algunos creyeron que era un explicación irrefutable. Pero cuando hablan de tales soldados se refieren a las guerras italianas, que nunca se libraron tan al norte, en la frontera picarda con los Países Bajos.
En principio, la palabra se aplicaba a los pinches de cocina, a los esportilleros y a los aprendices, es decir, a un crío no menor de ocho años. A un niño que era criado de alguien. Desde que los Reyes Católicos vencieron a la nobleza gallega levantisca, los señores que sobrevivieron emigraron a la Corte para no perder el favor real. Con aquellos nobles en busca de gracia viajaron sus criados, aún más bajos en el escalafón. Estos pinches, sollastres, recaderos y criados gallegos eran, propiamente, pícaros. Por ser tan abundantes en Madrid, dieron nombre a cualquiera que dependiera de otros para comer.
El término degeneró hasta definir a "un sujeto ruin y de mala vida", nunca un criminal, eso no. Fueron los cronistas a sueldo, apologistas de la nobleza, los que agruparon a buena parte de la población entre los estrechos límites de la picaresca. Quizá fueran mellizos de tanto contertulio y articulista de estómago caliente que hoy se ocupa en disparar de arriba abajo, haciéndonos a la gente del común responsable de una crisis que fabricaron sus dueños. En fin, que, hoy como entonces, nosotros somos los pícaros, pero ellos son los delincuentes.


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