martes, 2 de diciembre de 2014

LOS ENEMIGOS DE EL ZORRO (1)


 
Fucking spaniards!, aúlla una jauría de altos ejecutivos telefónicos de Europa, Asia y América en un anuncio que corre en estos días prenavideños por las televisiones. Fucking spaniards! se desgañitan los CEOS caucásicos y mongoloides porque una empresa española ataca sus beneficios con un móvil que no está mal (toco madera). Fucking spaniards! gritan encorajinados en esa lengua de perreros de La Pérfida Albión, lupanar flotante de la Mar Océana, madriguera de una reina, Isabel Tudor, que no fue tal, sino un mocito de Bisley (Surrey) con los machos muy atados, para que no se notara el cambio. Así lo cuenta Bram Stoker, el padre de Drácula, en un libro sobre engaños históricos. Por cierto, la traducción biensonante no es la de los doblajes horteras: ¡Jodidos españoles!, sino ¡Putos españoles! Así lo aprendí yo.

¿Y todo esto a qué viene? Pues a que me ha encantado el uso adecuado de ese arcaísmo inglés por parte de la agencia publicitaria. Spaniards somos los nacidos en España, aunque nimbados con el aura imperial, con todo lo que ello acarrea, incluido el tufillo despectivo. Hoy, más que nunca, esa palabra se tonifica para distinguir a los españoles/spaniards de los hispanos/spanish, los nuevos conquistadores de América del Norte. Me contaba el otro día un emigrante gallego que donde él vive, en Detroit, es obligatoria la enseñanza del castellano en la educación pública. Hablamos de la frontera con Canadá, allá donde Cristo perdió el smartphone; en realidad no lo perdió: le mandó un guasap a su padre -"x q´ m has abndonado?"- y, como no recibió respuesta, lo tiró al lago Michigan.


 Quizá te preguntes si me estaré enjardinando, y más si te cuento que quiero cumplir un compromiso: contarte de una vez las aventuras de las milicias de la Monarquía Hispánica en el Salvaje Oeste, allá por los tiempos de Yago Valtrueno, protagonista de El viento de mis velas. Pues no, no me he perdido. En esta entrada te hablaré de los más llamativos de todos aquellos pioneros, los dragones de cuera, enemigos de El Zorro. Como lo oyes.

Básicamente, eso era el sargento García, torpe adversario del héroe y caricatura de aquellos soldados que lucharon contra cheyennes, pawnies y apaches, entre otras muchas tribus. El autor de la novela, Johnston McCulley, y los guionistas posteriores crearon un universo de spaniards malvados, como el pérfido y castizo comandante Monasterio, nacido en Madrid; y de spanish caballerescos, criollos dados a luz en América, como Diego de la Vega.

Pues bien, aunque podamos pensar lo contrario, la mayoría, por no decir el total, de aquellos soldados que defendieron la frontera norte del Imperio español en América también eran spanish: criollos blancos e hijos de esclavos negros más o menos desleídos, además de mestizos e indios. Si te paras a pensarlo, una hueste bastante parecida a las tropas que hoy quieren imponer la Pax Americana por el mundo adelante: rednecks, afroamericanos e hispanos. Gente de sangre fronteriza para defender las fronteras imperiales.

Hace tres siglos no era empresa menuda. El virreinato de Nueva España administraba -peor que mejor, dado su colosal tamaño- un territorio que abarcaba, en la segunda mitad del XVIII, casi una veintena de los actuales estados norteamericanos, desde Washington, en el extremo N.O. (el estado, no la ciudad capital), hasta Florida. En 1790, Nueva España tenía una superficie de siete millones de kilómetros cuadrados, repartidos entre Norte y Centroamérica y las posesiones españolas en Asia y Oceanía.


 ¿Y por qué dragón y por qué de cuera? Un dragón era, en origen y grosso modo, un infante a caballo que cumplía  patrullas, vigilancias, merodeo y exploración y que también asaltaba, emboscaba y hostigaba.

En el caso que nos ocupa, se trataba de una policía militar de frontera; si prefieres, carabineros, pues esa es el arma de un infante a caballo: una carabina. Sin ir más lejos, los míticos regimientos de las guerras indias estadounidenses -como el Séptimo- peleaban como dragones. No les quedaba otra; luchaban igual que sus enemigos: a salto de mata, a caballo, a pie y sobre sus barrigas, arrastrándose para una emboscada o en un acecho.

La cuera era un tabardo, por tanto sin mangas, de varias capas de pellejo recio. Originalmente cubría los muslos; en versiones posteriores se convirtió en un coleto, como es el caso del dragón que abre este artículo.

¿Cuál era la panoplia de estos soldados hispánicos de los desiertos y las llanuras del Lejano Oeste? Los dragones de cuera portaban escopeta, pistolas, espada ancha, lanza y una defensa que reforzó su pintoresquismo: un escudo bilobulado de origen andalusí, la adarga, suficiente para frenar los tomahawks y las flechas de los pieles rojas. En la ilustración de la izquierda disfrutarás de la extravagante -pero eficaz- combinación de una pistola y una adarga, empuñadas por un cuera de finales del siglo XVIII. En la imagen que sigue, puedes comparar el escudo del dragón con la defensa de cuero de un jinete hispano-musulmán, perteneciente al crepúsculo de Al-Ándalus, en el siglo XIV, cien años antes de que los Católicos tomasen Granada.



 

¿Empiezas a entender por qué toda esta parte de la Historia de España viene perfumada con el genuino sabor de la aventura? ¿Concibes la espectacularidad de tales imágenes en una pantalla, resueltas con lealtad histórica y eficacia comercial? Pues tengo más; en la próxima entrada sabrás más de estos dragones de cuera, originales centauros del desierto, a caballo entre la ficción de El Zorro y la salvaje realidad de los coyotes, de cuatro y de dos patas...


Continuará...



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