viernes, 10 de abril de 2015

CITA EXPRÉS

Jacques Delille


 
"Y creo, con el genio 
que el despertar provoca, 
que bebo un rayo de sol 
en cada gota"


El abbé Delille comparte con el café lo incierto de su origen. Aunque la conozcamos como "infusión arábiga", los etíopes se enorgullecen de que se empezó a beber en el Cuerno de África y no en la península asiática. Para ello recurren a la leyenda del pastorcillo Khaldi, cuyas cabras tiraban al monte por la noche para ramonear unas bayas rojas que las ponían a triscar en dos patas. ¡Cabras al fin! Con la ayuda del abad de un convento y de una buena dosis de casualidad, el zagal descubre que, después de tomar café, puede hablar con el monje de los más elevados temas, como en una especie de pentecostés. ¡Y toda la noche!... Qué lata, ¿no?


 
Ante el envite de los abisinios, los árabes se van de órdago y juran que el mismísimo arcángel san Gabriel, apiadado de sus largas vigilias, invitó a Mahoma al primer qahwa. Se dice que el nombre árabe del café viene de la piedra negra guardada en la Kaaba de La Meca. El brebaje del enviado celestial no solo proporcionaba inspiración al Profeta, sino que le permitía "cabalgar cuarenta yeguas y cuarenta huríes", así, como si nada. En otra leyenda árabe, el espíritu del santón Schandeli, encarnado en un pajarillo blanco, se aparece a su discípulo Hadki Omar sobre una mata de cafeto. Con las bayas de café, Omar cura de la peste a un reino entero y se casa con la hija del sultán.

 
Pues bien, tampoco queda claro dónde nació el poeta francés Jacques Delille: que si en Sardón, que si en La Caniére, que si en Puy-de-Dôme, que si en Clertmon-Ferrand... Lo que sí está claro es que fue bastardo de un letrado, que le dejó una renta vitalicia de cien escudos, que daba más para achicoria que para café. Estudiante aplicado y luego maestro de latines, Delille alcanzó la fama cuando se enfrentó al reto de traducir al francés las Geórgicas de Virgilio.

Corría 1770 y su éxito corrió también: cuatro años más tarde fue elegido miembro de la Academia Francesa. Pero como todavía era un profesorcillo de latín, la indignación de la intelectualidad por la pobreza de tan insigne bardo lo elevó a la cátedra de poesía latina en el prestigioso Colegio de Francia. Voltaire -magnífico cafeinómano- lo alabó, María Antonieta lo protegió y el conde de Artois le concedió la abadía de San Severino por haberse ordenado de abate, un clérigo de órdenes menores; en una de mis primeras entradas te hablo de lo bien que vivían estos medio curillas del siglo XVIII.

 
Aunque se tuvo que exiliar durante la Revolución -Suiza, Alemania e Inglaterra-, regresó a Francia en 1802 convertido en una especie de Lady Gaga literaria, idolatrado hasta la exageración. Y más aún desde que se quedó ciego, pues entonces empezaron a compararlo... ¡con Homero! Tras su muerte, en 1813, fue despreciado por las nuevas generaciones, dominadas por el romanticismo y la tisis: lo acusaron de frío y cursi.

Antes de eso, en 1809, Delille publica Los tres reinos de la Naturaleza, obra poética en la que habla del café. Casi cien años antes, un marino francés, Gabriel Mathieu de Clieu, introdujo el cafeto en La Martinica y, de ahí, por toda América. En 1777, en la isla antillana había veinte millones de cafetos. El producto de ultramar, considerado gloria nacional, merecía figurar en los versos de otra gloria patria. Con ellos te dejo, no sin antes recomendarte que muelas el grano y pongas el agua a hervir, porque si lees estas estrofas, querrás tener una taza a mano:

Esa es la bebida al poeta tan cara, 
Ignorada de Virgilio, y que Voltaire adoraba. 
Eres tú, divino café, cuya amable poción, 
Sin alterar la cabeza, ensancha el corazón. 
Cuando mis palacios devasta la edad, 
Con placer paladeo tu bondad. 
Y adoro preparar tu néctar precioso, 
Sin que nadie me robe ese remedio delicioso. 

Mi corazón se torna grave y mi cabeza pesada, 
Pues bien, para reanimar mi alegría alelada, 
El grano de Moca y la hoja de Cantón, 
Derramarán su néctar en esmalte del Japón. 
Apenas haya olido tu vapor fragante, 
Súbito, de tu clima el calor penetrante 
Despierta mis sentidos todos; sin caos ni desconcierto, 
Acuden a raudales, como las olas, mis pensamientos. 
Mi idea era triste, árida, desabrida, 
Ahora ríe, surge ricamente vestida; 
Y creo, con el genio que el despertar provoca, 
que bebo un rayo de sol en cada gota.

Los tres reinos de la Naturaleza, Canto VI.








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