martes, 24 de febrero de 2015

UN WHATSAPP CON MUCHOS AIRES



 

"Con el ala aleve del leve abanico" debe de ser la aliteración más famosa de la lengua castellana, fruto de la inspiración del poeta de los dos nombres, Rubén Darío. Fíjate bien que no dice leve, que es como a veces se recita, sino aleve: alevosa, traidora, pérfida. Y con toda razón, ¿leve un abanico? Sí, sí, como el trabuco de Luis Candelas.

Nada de leve tenía, allá por el XVIII, el abaniqueo felón de una petimetra endomingada, el abaneo insidioso de una mundana con más vueltas que la manga de una casaca, el pérfido mariposeo con aires de yonofuí de una casadera escoltada por su señora madre. Era, más bien, cuestión de mucha gravedad, sino mortal de necesidad. Los abanicos sí que mataron hombres, y no los cañonazos ni las bayonetas de las interminables guerras del Siglo de la Luces. ¡Cuántos corazones acabaron escabechados, vueltos gigote, por culpa del aleteo traidor de una coqueta! ¡Cuántos galanes mordieron el cañón de una pistola o terminaron sus días ensartados en el acero de un rival, como si fueran pollitos tomateros!

¿Y me preguntas por qué? Pues porque -y yo te respondo- casi tres siglos antes de que los whatsapp aumentaran la prevalencia de la artritis digital (de dedos, no de dígitos) entre la población contemporánea, ya tenían nuestros tatarabuelos modos de intercambiar mensajes discretos (o no) a través del éter.

Permíteme una pizca de historia antes de introducirte en el esotérico idioma de las varillas ilustradas. Como la pólvora y el arroz tres delicias -otro par de inventos diabólicos-, dicen que el abanico plegable nació en China en el siglo VII.

 No es que los egipcios, por ejemplo, no se hubieran dado aires mucho antes, pero lo hicieron con los aparatosos flabelos de plumas de avestruz tan estimados en las ceremonias vaticanas y en los peplum y musicales filogays. No, no seas víbora, que no son la misma cosa aunque a veces lo parezcan.

Ya te decía el otro día que la Edad Moderna fue de lo más novedosa para la flamante Europa, renacida de las brumas medievales. Una de esas novedades exóticas fue el abanico chinés. Los navegantes y mercaderes portugueses lo trajeron a finales del siglo XV y la moda prendió, justamente, como la pólvora.


 Un artesano francés, Eugene Prost, bajo el amparo del conde de Floridablanca (1728-1808) -Secretario de Estado con Carlos III y Carlos IV-, abrió fábrica y tienda en la madrileña calle de Hortaleza en la segunda mitad del XVIII. Él puso a los abanicos españoles a competir con los de sus paisanos gabachos y con los italianos. Tal fue el éxito que, a finales de siglo, se creó la Real Fábrica de Abanicos en Valencia, donde ya había tradición abaniquera.

Establecidos los antecedentes históricos, te explicaré, también con brevedad, cuáles son las partes básicas de un abanico. Las varillas no tienen más ciencia, salvo que las extremas -más gruesas porque protegen a las demás- se llaman guardas o caberas. La banda de tejido ilustrado que las une es el país y su borde externo es el ribete. Hay más, pero nos llega.

  Veamos ahora cuántos wasaps se pueden mandar con la tarifa plana -pagas una vez y te das aire hasta que se rompa- de un abanico. Llegados aquí, citaré a Yago Valtrueno, protagonista de El viento de mis velas; al fin y al cabo, sabe de qué habla porque es un hombre de la época:
"Qué suplicio si la bella se cubre el hombro derecho con el abanico. Te odio, grita muda. Bendito sea el odio si la alternativa fuere la indiferencia, señalada por un abanico cerrado que, en la distancia, apunta al suelo. En cambio, dichoso aquel que, anhelante, observa como la baraja cerrada al competidor se alza hasta reposar en el blando cojín del pecho deseado, trocado el aleteo del abanico por el de las pestañas de la bella venerada. ¡Siempre contigo!, declara esa seña. En su antípoda, un tiro en la sien debe seguir a un bostezo a medias oculto tras el frágil parapeto"
Yago nos ofrece una muestra escasa del arte de hacerse entender con la baraja de hueso. Yo tampoco tengo espacio, ni quiero ser el dueño de tu tiempo, como para relacionar todos los mensajes que una dama podía mandar hace tres siglos con unas varillas y un país decorado. Te mostraré solo algunos; primero, con el abanico cerrado :

-Dejar caer el abanico: Q m qmo! Pnme mrando a Cuenca!
-Gesto de amenaza disimulada apuntando al galán: D q vas, bocas?
-Cubrirse el oído izquierdo: Q t calles, fntsma!
-Cerrar lentamente el abanico: M hace
-Cerrarlo muy rápido: Q no!
-Rozar el ojo derecho con el abanico cerrado: A q hora?

El colmo del gesto anterior es que, ante las dudas del galán, sea la dama la que decida. Había que ser muy gavilán para adivinar cuántas varillas abría ella, pues su número marcaba la hora de la cita, el momento en que podía despistar a las carabinas.


  No te cuento, claro, todo lo que se podía cotorrear con un abanico abierto, que era como un libro ídem:

-Alzarlo con la mano derecha: M pones los cuerns, cbrn?
-Esconder, pudorosa, la mirada tras el país: M molas
-Abanicarse con muchos aires: sinónimo del primer movimiento con el abanico cerrado.
-Abanicarse con indolencia: Tngo maromo  
-Sujetar el abanico con las dos manos: Q part d NO no entndes?
-Salir al balcón con el abanico abierto: Al loro, q voy!

Puedes consultar en internet muchos sitios que completen esta breve iniciación en el aéreo lenguaje del abanico. Te recomiendo uno de ellos, protocolo.org; ahí encontrarás, de paso, otros artículos llamativos.

Déjame por fin decirte que si yo ahora tuviera un abanico en las manos, lo abriría y miraría con falso interés los dibujos de su país. Y si tú conocieras tan rebuscado idioma, sonreirías cómplice, pues entenderías que te estoy diciendo que me gustas mucho. Así que, sabiéndolo, hazme el favor de ir a contarle a todo el mundo cuánto te ha gustado este artículo y si merece o no la pena que la gente siga este blog, ¡ea! O, si no, bostezaré detrás de las varillas la próxima vez que te vea.



  

 



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viernes, 20 de febrero de 2015

STARBUCKS NO INVENTÓ LOS CAFÉS



 


Y eso que va a cumplir cuarenta y cuatro años. La superfranquicia superguachi de supercofis se inauguró en la primavera de 1971 en... ¿Manhattan? ¡Eeeeeeeerror! Starbucks es paisana del doctor Fraiser y del grunge: los tres nacieron en Seattle.

Después de esta pincelada -no sé si brochazo-, déjame llevarte a la época que perfuma este blog, allá en el corazón del Antiguo Régimen. Si vas a pensar en El perfume de Süskind, olvida las primeras páginas y aspira el aroma de las siguientes. Bueno, eso tampoco; por muy bien que olieran las esencias de Grenouille, no dejaban de ser zumo de persona (¡Ups! ¿Spoiler?). El caso es que el siglo XVIII -como los dos anteriores- fue un festival de sabores y olores exóticos para los europeos. A veces imagino que soy el primer conquistador que mordió un tomate maya o que sorbió una pizca de chocolate caliente azteca; lo último que se me olvidará de un viaje a Estambul será la enajenación que me produjo el Bazar de las Especias. Soy un hombre a una nariz pegado, ¿qué le voy a hacer?

Si tuviera en mi poder la máquina temporal de H.G. Wells, me gustaría cronorizar (que es como aterrizar, pero en el tiempo) en una noche estival de 1669 en los jardines de la residencia parisina de Solimán Agá, embajador de la Sublime Puerta ante Luis XIV (1638-1715). Para un occidental de la época, sus fiestas serían como las de Las mil y una noches si tal obra se hubiera traducido por entonces a un idioma cristiano (aún faltaba un tercio de siglo para su edición francesa, la primera). Solimán Agá tenía por costumbre ofrecer a la crema y nata de la Corte del Rey Sol bandejas con tacitas de porcelana china colmadas de café turco bien azucarado; era servido por ninfas y efebos semidesnudos, gemelos de Hebe y Ganímedes, los coperos olímpicos. Imagino que el diplomático prohibiría a sus invitados bañarse en perfume; y que tampoco encendería pebeteros de incienso para recibirlos. Nada debía enmascarar el efluvio de la aromática poción.

 
Aunque en la Francia del XVII ya se conocían los granos del cafeto a través de los comerciantes de Marsella -ciudad en la que se abrió la primera taberna gala en la que se podía beber café-, se tiene como fecha oficial de su introducción en el reino la del uno de noviembre de 1669, día en el que Luis XIV recibió a Solimán Agá. No tardó mucho el Borbón en establecer un monopolio sobre la materia prima arábiga. Solo tres años después, un armenio llamado Pascal abrió un tenderete en París para dispensar ébano líquido, pero fracasó. Habría que esperar a 1686 para que un confitero siciliano, Francesco Procopio dei Coltelli -padre de los helados-, abriera la que es tenida como primera cafetería moderna: Le Procope, el café más antiguo de la antigua Lutecia. Si vas a París, lo encontrarás en la misma calle de Saint-Germain-des-Prés, que hoy se llama de la Comedia Francesa. Ahora es mucho más lujoso y más lleno de luz que cuando nació; por entonces no pasaba de covacha oscura y sospechosa en la que caballeros y villanos podían tomar café y sorbetes y fumar pipas y cigarros, amén de jugar y conspirar. También se dejaban caer por allí los actores y autores de la Comedia Francesa, establecida en la misma calle desde 1689. Todos eran atendidos por camareros en traje nacional armenio. Bonito gazpacho; no le faltaba ni la punta de comino.

 Con toda lógica, habrás deducido que su nombre es el de su propietario. Pues sí, eso es lo que Le Procope denota. La connotación, en cambio, es café de otro costal. Once siglos antes de que tan añejo establecimiento abriera sus puertas, vivió en Bizancio un tocayo del ilustrado barman siciliano: Procopio de Cesarea (500-560), un historiador que fue contemporáneo del emperador Justiniano. Su obra más celebre es Historia secreta, también conocida como Anécdota.

Deja que te avance que, de vivir hoy, aquel Procopio sería como un Jaime Peñafiel con peor leche; igual que Obélix, se habría caído de niño en una marmita, pero de vitriolo. Lejos de disolverse en ella -vitriolo es sinónimo de ácido sulfúrico-, se lo tragó para escupirlo de mayor. El bizantino era una especie de cortesano bipolar: tan pronto se arrastraba para besar las huellas del basileo como se le partía la lengua por la mitad y escupía tanta ponzoña que habría envenenado él solo a una cohorte de guardias imperiales.

 En uno de estos arrebatos reptilianos, Procopio arrancó a escribir una crónica sobre el lado oscuro de Justiniano y -con mucho encono- de su mujer, la basilisa Teodora. Si crees que la pornografía es cosa del siglo XX, se te va a quedar la misma cara que el día que te contaron lo del Ratoncito Pérez.

Teodora, una especie de Princesa del pueblo, trepó desde la arena del Hipódromo hasta el trono del Palacio Sagrado gracias a su fama como acróbata circense. Es verdad que hizo escala en la alcoba del basileo, que no la vio allí más vestida que en el circo, donde se contorsionaba desnuda. Así hablaba Procopio de Cesarea de su soberana:
"En materia de placer nunca fue derrotada. A menudo iba a merendar al campo con diez hombres o más, en la flor de su fuerza y virilidad, y retozaba con todos ellos durante toda la noche (...) Y aunque abría de par en par tres puertas a los embajadores de Cupido, se lamentaba de que la Naturaleza no hubiese abierto un orificio semejante en el canal de su pecho, para así recibir a un cuarto amante"
No te extrañe que, por soltar semejantes lindezas, a aquel pornógrafo pionero le abriesen -y no a Teodora- otro orificio en el centro de su rencoroso pecho; con un puñal, eso sí. Pero no; recuerda que hablamos de Constantinopla, quintaesencia de la intriga, la doblez, la simulación, el espionaje y la diplomacia. Procopio no fue ajusticiado por su Historia secreta, ni siquiera se prohibió el libro: no se puede prohibir lo que, oficialmente, nunca ha existido. Ajusticiar a Procopio habría regalado magnitud al libelo. Tanto se silenció la dichosa obra, que no se editó por primera vez hasta 1623, tras haberse encontrado una copia del original en la Biblioteca Vaticana (ríete tú de El código da Vinci).

Así pues, cuando abrió, Coltelli conocía de sobra la escandalosa semblanza imperial. Teniendo en cuenta la ajetreada vida sexual de Luis XIV y que el café del siciliano pronto se convirtió en un contubernio de libelistas alérgicos a la tiranía, ningún nombre le cuadraba mejor que Le Procope.

  
Allí apuraba Voltaire una parte de sus cincuenta o setenta cafés diarios; cuando murió, una mesa de la cafetería sirvió de altar votivo. Entre el humo de las pipas y de las sartenes que tostaban el café, concibió Diderot la Enciclopedia. Y amparados en su penumbra, tres Padres Fundadores de los Estados Unidos tomaron notas para redactar su constitución: Benjamin Franklin, John Paul Jones y Thomas Jefferson.

El gorro frigio, símbolo de la Revolución Francesa, se exhibió por primera vez en Le Procope. Fue lugar de reunión del Club de los Cordeleros, también conocido como Sociedad de Amigos de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, revolucionarios radicales cuyos nombres más sonoros son los de Danton y Marat. Se dice que el 10 de agosto de 1792 partió de allí el asalto a las Tullerías. Y no paso al siglo XIX porque, si no, esto sería La historia interminable.

¿Cómo dices? ¿Que se te han quitado las ganas de ir a tomar un café a Starbucks? No me extraña; por mucho que Starbuck sea el nombre del primer oficial del capitán Ahab y de una guerrera de Battlestar Galactica, en comparación, ¡qué sosería!



  

 



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