sábado, 6 de febrero de 2016

GUIRIS CON PUÑETAS


Madame D'Aulnoy
(y 2)



"Los españoles regalan bubas a sus esposas"



Te presenté a Madame D'Aulnoy, viajera francesa del siglo XVII, la semana pasada. Y te conté que en su libro Viaje por España en 1679 y 1680 nos explica con detalle cómo se drogaban y sufrían con la moda, entre otras costumbres, las españolas del Siglo de Oro. Hoy vas a saber cómo era la vida sentimental y sexual de aquellas damas.

La D'Aulnoy entra en España por la desembocadura del Bidasoa, fronteriza entre España y Francia. Allí se sorprende al conocer "una pequeña república independiente de barqueras", que bogan entre ambas orillas en chalupas "limpias y muy adornadas". Cada tripulación es de tres mujeres, con dos a los remos y una al timón:
"Altas, delgadas de cintura y de color moreno. Sus dientes son blanquísimos y admirables; su cabello, negro y lustroso, se lo peinan en trenzas muy adornadas con joyas y abalorios".
Las califica de "marineras seductoras que nadan como peces y no admiten en su particularísima sociedad a otras mujeres ni a ningún hombre". Tan independientes y seguras de sí son aquellas náyades que le dan una soberana paliza a uno de los criados de madame, un cocinero gascón que no tiene mejor ocurrencia que sobar a una de ellas. Faltó poco para que, además de partirle un remo en la cabeza, lo estrangularan.

Ya en tierra hispana, se maravilla de que las morenas y vivaces damas vasconas lleven "un lechoncito en brazos, como nosotras llevamos nuestros perritos falderos". Las mascotas van limpias y muy adornadas, pero, en cuanto las sueltan, "arman más barullo que un pelotón de diablos".



Pero unos días después, la viajera francesa tiene un encuentro más acorde con la realidad femenina del Siglo de Oro. Al llegar, ya de noche, a Madrigalejo del Monte, en la provincia de Burgos, un hombre sale al paso de madame D'Aulnoy, ¡¿un bandolero?! Nada más lejos, se trata de un caballero que le ruega que acoja en su alojamiento a otra dama, la marquesa viuda de los Ríos.


El asombro de la aristócrata pasa de un extremo al otro: "Es preciso que una mujer sea tan hermosa como ella para conservar algún encanto envuelta en aquellas negruras". Vestía una toca negra, un vestido negro, "negra la batista sin pliegues  hasta más abajo de la rodilla, negra la muselina que le tapaba la cabeza". Se tocaba con un sombrero de viaje, con anchas alas y, cómo no, de color negro. En fin, que imponía miedo "al más valiente".


El uso de mantos envolventes que no dejaban a la vista más que los ojos era una práctica medieval que continuó hasta finales del siglo XVII. En los viajes servían para mantener el rostro oculto a los rayos del sol y los vestidos a salvo del polvo del camino. Las viajeras llegaron a usar antifaces y caretas, como se ve en el cuadro de Van der Beken.

Madame D'Aulnoy se extiende en este punto sobre el luto de las damas españolas: "Deben llorar a lágrima viva la muerte del marido, a quien algunas veces no habrán amado mucho". La viuda de un noble debe pasar el primer año de su nueva condición "en una habitación tapizada de negro, donde no se deja entrar un solo rayo de sol". Al término del primer año, pasa a un habitación de alivio, sin pinturas, espejos o platería: "Estas contrariedades son muchas veces ocasión para que las damas ricas vuelvan a casarse sin más objeto que disfrutar libremente de su riqueza". 

La marquesa de los Ríos se dirigía al monasterio de las Huelgas, donde pensaba enclaustrarse: "Creo tener en el convento -le dijo la española- más trato mundano del que tengo ahora en mi propia casa". Así se entera madame D'Aulnoy de que las viudas nobles y muchas jóvenes de buena familia viven en los conventos con más lujo y desahogo que entre sus parientes.

De los escasos complementos de la marquesa viuda le llama la atención el rosario:
"Es de ver el uso constante que aquí se hace de él. Todas las damas llevan uno sujeto a la cintura, tan largo que poco falta para que lo arrastren por el suelo. Rezan al ir por la calle, y cuando juegan al tresillo y cuando hablan. Y hasta cuando enamoran, murmuran o mienten, rezan y recorren con sus dedos las cuentas del rosario".
El paisaje femenino que pinta la D'Aulnoy es, desde luego, tenebroso, o tenebrista, por coherencia con uno de los estilos pictóricos del XVII español. A punto de alcanzar Madrid, es invitada a alojarse en casa de don Agustín Pacheco, un hidalgo viejo casado en terceras nupcias con doña Teresa de Figueroa, joven bonita e ingeniosa de 17 años. ¡Ah!, y sobrina nieta del vejestorio. La francesa asiste, casi al mediodía, a la ceremonia de puesta de pie en el suelo de la moza: "Se calzó las chinelas y cerró la puerta porque había caballeros en la estancia contigua". A esas horas, estarían con el vermú, digo yo. Doña Teresa le explica que preferiría morir "antes que darles ocasión de verle un pie", de los que dice la D'Aulnoy que eran más pequeños que los de un niño de diez años.



Merece la pena detenerse aquí para explicar que los pies de una mujer eran considerados un colmo erótico en aquella España; las españolas, además, se ufanaban de sus pies chiquitos. Que una dama le enseñase un pie a un galán, a la vez que lo tuteaba, era equivalente a que un centinela traidor bajase el puente levadizo a los sitiadores. Aquel acto de suprema redención era conocido como "los últimos favores". Entiendo que, más bien, serían los penúltimos... Hay quien explica que de ahí viene la expresión "dar pie". Si consultamos el apartado de Dichos y refranes de la Fundación de la Lengua Española, indica que se refiere a la ayuda que se da a un jinete, trabando las manos por los dedos como si fueran un estribo. Pero el DRAE establece que también significa "ofrecer ocasión o motivo para algo".

Madame D'Aulnoy describe con detalle el ritual de aseo matutino de la joven esposa del hidalgo Pacheco: "Se puso colorete en las mejillas, en la barbilla, en los labios, en las orejas y en la frente, en las palmas de la manos y en los hombros". En apariencia, eso contradice los esfuerzos de las españolas por mostrarse pálidas al mundo, como ya conté en la entrada previa a esta. Pero no, la lividez no se contradice con el rubor, sino con el bronceado de la piel, más propio de una rústica que de una mujer de noble cuna. Y sigue:
"Una de sus doncellas la perfumó de pies a cabeza con excelentes pastillas; otra la roció con agua de azahar, tomada sorbo a sorbo y con los dientes cerrados, impelida en tenue lluvia, para refrescar el cuerpo de su señora. Dijo que nada estropeaba tanto los dientes como esa manera de rociar, pero que así el agua olía mucho mejor, lo cual dudo, y me parece muy desagradable que una vieja que desempeña tal empleo arroje a la cara de una dama el agua que tiene en la boca".
Casadas y viudas han de cargar, por si fuera poca carga la que llevan, con un regalo que sus maridos les hacen al yacer con ellas la primera vez. 

Desde muy jóvenes, entre los doce y los catorce años, los españoles con hacienda mantienen "una afición", es decir, una manceba: "Y al casarse, nadie las abandona". Con dependencia de la alcurnia de sus patrocinadores, estas mancebas pueden mantener más de una relación.

En consecuencia, la recién desposada corre el riesgo, desde la primera noche en el tálamo, de ser contagiada con alguna enfermedad venérea portada por su marido: "Es fácil juzgar cuál debe de ser el regalo de boda ofrecido por un español a su adorada". Se refiere a lo que los portugueses llamaban mal español y los españoles mal francés, el mal de bubas, la sífilis.



Y el que no pueda mantener a una manceba, pues a la mancebía. Madame D'Aulnoy advierte sobre ciertas mujeres con las que los españoles aplacan sus pasiones...
... "con las cuales nadie puede tener trato ni relación, pues aquellas cuyo trato es fácil son mujeres tan perjudiciales y dañinas para la salud, que se necesita estar poseído por el demonio de la curiosidad para arriesgarse a satisfacer con ellas un deseo despreciando inminentes peligros". 
Con arreglo a la muy cristiana idea del Pecado Original, "los niños heredan la enfermedad de sus padres o la adquieren en el pecho de la nodriza". Llegados aquí, la viajera francesa se extiende en detalles sobre la vida galante de los españoles que derivan, con más fantasía que otra cosa, hacia los pastos y bosques de Frigia y Tracia, donde ninfas y sátiros daban rienda suelta a sus pasiones semibestiales.

Aparecen de nuevo las tapadas, pero con una intención muy diferente. Aquí, el envoltorio sirve para esconderse de la virtud, no para darle refugio. Cuenta la D'Aulnoy la historia de una tapada de medio ojo, mujeres que, sin ser busconas de oficio, caminaban por las calles en busca de aventuras galantes con la sola guía de su ojo izquierdo...


... Una esposa que sospecha de su marido lo sigue con discreción y paciencia y se hace con sus rutinas. Un buen día lo espera en una calleja penumbrosa, oculta tras sus ropones de tapada de medio ojo ; lo requiebra al pasar y él, retorciéndose coqueto un cabo del mostacho, entra al trapo y la sigue hasta un figón donde ella ha apalabrado un cuarto. Sin desembozarse, hacen el amor con total ignorancia masculina de la identidad de ella. No ver el rostro de su amante enardece de tal modo al galán, que llega a prometerle el oro y el moro. Y la tapada entonces le contesta: "Nada que no me corresponda". El espantado rijoso se dio cuenta ahí mismo de con quién se las tiene, pero, corrido de vergüenza, se cala el chambergo, se ajusta la espada y si te he visto, no me acuerdo. Y en casa, aquí paz y después gloria. El uso de tal envoltorio fue prohibido hasta tres veces en un siglo, muestra clara de que las damas no hicieron ningún caso a los bandos.

También cuenta la francesa que eran tan corrientes la ninfomanía y la satiriasis de los españoles que se prestaban las casas con toda generosidad. Si un caballero se encontraba con una tapada de medio ojo dispuesta a un aquí te pillo, aquí te mato, llamaba a la primera puerta que encontraba y le pedía al dueño una estancia para "tener una conversación" con la dama. Y habría sido motivo para cruzar espadas que el amo de la casa se hubiese negado. Los críticos de la D'Aulnoy afirman que esta fue una de las muchas bromas que sus anfitriones españoles le gastaron durante su viaje, pero lo cierto es que Madrid era, a pesar de la Contrarreforma, una ciudad bastante despendolada.

Cierro esta entrada con una reflexión de madame D'Aulnoy que asocia sus entretenidas anotaciones sobre España con una tragedia actual. Nos devuelve la viajera al tópico apasionamiento de los amores hispanos: "Su amor es siempre furioso y las mujeres encuentran sus mayores goces en las torturas que tan absurdo amor les proporciona; y aman a riesgo de sufrir grandes peligros". Y eso era porque a ellos "una sospecha les basta para herir de muerte a su esposa o a su manceba". Muy lejos de huir de semejante amenaza, la española se adentraba a pecho descubierto en el abismo del maltrato:
"Prefieren esos arrebatos que ver a sus amantes insensibles ante una sospecha de infidelidad, pues la desesperación es una prueba inequívoca del cariño apasionado. Y cuando ellas aman no son más comedidas que sus amantes, contra los que proyectan y ejecutan venganzas cada vez que alguno los abandona sin motivo. De modo que los amores apasionados tienen con frecuencia un desenlace funesto".
Hoy, como ayer, a cualquier cosa le llamamos "amor".



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10 comentarios:

  1. Madre mía, qué siglo! Si todo lo que cuenta la tal Madame es cierto, esta España era un putiferio y un reino de la golfería. ¿Sabrían todo esto mis profesores de Historia (perdón, Istoria sin h)? Si es así, me han enseñado una que no es esa.
    Espléndida entrada, como todas las tuyas. Nos tienes muy mal acostumbrados.
    Abrazos

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    1. Intentaré malacostumbraros siempre. Y sí, fue un siglo mucho más crápula de lo que nos cuentan. Un abrazo.

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  2. Lo que me parece peor no es que fuera un putiferio, es la desastrosa vida de las mujeres que estaban mejor en un convento que en su casa o la situación en que quedaban de viudas. A poco más, las entierran con el marido.
    Por desgracia, hay cosas que no cambian: hoy también hay chicas (quiero creer que ya no mujeres hechas y derechas, aunque me temo que también) que creen que si el novio no se enfada e incluso las maltrata un poco por celos, es que no las quiere.
    Elisenda me temo que a todos nos enseñaron otra Historia y creo que, en parte fue porque los profesores no sabían ciertas cosas. Yo creo que esto que nos cuenta José Juan no se aprende estudiando, sino leyendo.
    Muy interesante como siempre, amigo.

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    1. Muchas gracias, Rosa. Esa era mu intención, y lo es casi siempre: entender, descubriendo el pasado, porque hoy cometemos errores tan graves que pueden acabar con nuestra identidad y, en algunos casos, con nuestra vida. Y estoy de acuerdo contigo, y se ve en internet, que hay crías que están dispuestas a lo que sea con tal de que les hagan caso. Y naturalmente, hay verdugos que se creen legitimados. Siempre lo digo: "Trescientos años no es nada"... Un abrazo.

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  3. Dios, qué sufrimiento¡¡
    Pues gracias por seguir contándonos todo aquello que en los libros de historia no se publica y además de manera tan amena.
    Un abrazo

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    1. Pues muchas gracias por seguir acompañándome, Suni. Otro abrazo para ti.

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  4. Pocas diferencias con el burka, intuyo yo. Parece ser que algunos hábitos solo se olvidan con los bandos que los prohíben o con la cultura. Menos mal que en algo sí nos hemos culturizado. Excelente entrada, José Juan

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    1. Muchas gracias, Carmela, ya ves que pasa el tiempo y los malos "hábitos" se mantienen. Un saludo.

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  5. ¡Vaya, vaya con el "puritanismo" hispano!!!
    Todavía siguen asociando amor con dolor, es tremendo lo poco que se avanza en algunos temas.
    Saludos.

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    1. Ese es el lema de este blog, Teresa: "Trescientos años no es nada". Muchas gracias y un saludo.

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