sábado, 30 de enero de 2016

GUIRIS CON PUÑETAS


Madame D'Aulnoy
(1)



"Las españolas están muy flacas"


"Amiga de las hadas", así llamaron a Marie-Catherine le Jumelle de Barneville, baronesa d'Aulnoy. Más que nada porque fue la autora de una serie de cuentos feéricos que, a decir de muchos críticos literarios, están a la altura -o por encima- de los de Perrault, quizá porque son más crudos y del gusto de la sociedad galante.

Madame d'Aulnoy (1650-1705) forma parte de la tropa de mujeres cultas del XVII francés que pusieron en marcha salones literarios en los que recibían en desabillé a filósofos, escritores y diletantes. Era costumbre que tales reuniones de talentos tuvieran lugar en los aposentos privados de la anfitriona, a veces con ella encamada, de ahí la frivolidad con la que he traído el déshabillé, y no por otra cosa, que todo hay que explicarlo en estos tiempos huérfanos de ironía. Ya te hablé en este blog de otra de aquellas féminas francesas avant la lettre, Madame de Sévigné, autora de una colección de cartas que son de referencia en el género epistolar.

Pero aquella calificación de cuentista y amiga de los seres elementales la uso yo -muy arteramente- a cuento de otra obra de la d'Aulnoy: Viaje por España en 1679 y 1680, publicada en forma de cartas a una falsa prima de la autora. Dadas las fechas, es obvio que se zambulló en la plena decadencia del imperio y de la dinastía gobernante, la de los Austrias. De hecho, fue testigo de la boda entre Carlos II, el Hechizado, y María Luisa de Orleáns, sobrina de Luis XIV. Tal boda fue, en realidad, una garantía del tratado de paz de Nimega, que ponía fin a las hostilidades entre ambas potencias.



Un hispanista francés, avezado en la literatura de viajes, Raymond Foulché-Delbosc (1864-1929), echa por tierra la autoridad de nuestra protagonista porque afirma que nunca estuvo en España y que se lo inventó todo como si nuestro país fuese una tierra mágica ubicada más allá del arco iris y poblada por duendes y hadas. Sin embargo, el duque de Maura o el historiador Agustín González de Amezúa consideran que hay más verdad que fábula en el libro de la viajera francesa. Reconocen, eso sí, las muchas exageraciones que contiene, que achacan a bromas o maliciosas invenciones de los propios corresponsales y cicerones hispanos de la dama. Y es cierto que, a lo largo de la obra, madame d'Aulnoy es consciente de la cantidad de veces que se ríen a su costa, fundamentalmente porque es extranjera y eso nos pone a hervir la mala leche y nos empuja a la burla, para qué nos vamos a engañar. Oye, algún peaje tendrán que pagar por el sol, la comida, la farra y lo majísimos que somos, ¿no?

Quizá la d'Aulnoy fuese consciente de las dudas que suscitaba su obra, pues abre así la dedicatoria del libro, dirigida a Felipe de Orleáns, que fue regente de Francia: "No basta escribir cosas verdaderas, sino que hace falta que parezcan verdades". Otro erudito francés, Hippolyte Taine (1828-1893), no duda de las buenas intenciones de su compatriota y estima en mucho aquella relación del viaje hispano de doña María Catalina:
"La señora d'Aulnoy pertenece al gran siglo literario y a la mejor sociedad de la época y nunca se muestra gazmoña, filosofante ni pedante [...] Su decir parece el de una conversación, en la que resaltan, precisas y netas, las cualidades de una mujer francesa con talento y buena educación".
Esa cita de Taine me ayudó a centrar el contenido de esta entrada de hoy: ¿Qué opinaría una preilustrada francesa de sus congéneres ibéricas? Preguntémosle... 
-Madame d'Aulnoy, ¿qué opina usted de las mujeres españolas de su época? 
-Pues mire, joven, me alegro mucho de que me haga esa pregunta... 
Vale, vale, ya me centro. Empecemos con lo que entra por los ojos: el cuerpo y la cara. Para la viajera francesa, las españolas del XVII eran casi anoréxicas: "Este es un país donde agrada ver los huesos dibujados a través de la piel", sentencia. Según la d'Aulnoy, nuestras compatriotas de entonces eran, a conciencia, escurridas: "Cuando los pechos empiezan a desarrollarse, los cubren con tenues laminitas de plomo, y se fajan como se les hace a los recién nacidos". Lo contrario que en la flamante corte de Versalles, donde las damas se subían los pechos a la barbilla con ayuda de las abuelas del corsé, las cotillas. "Mucho aceite y poca mantequilla", le faltó decir a la sorprendida viajera. Culpa de tan extrema delgadez a una de las modas culinarias de la España del Siglo de Oro, de la que fue testigo en varias chocolatadas organizadas en su honor:
"Hubo señora que sorbió media docena de jícaras, una después de otra; y algunas hacen esto dos o tres veces al día. No es extraño que las españolas estén flacas, pues no hay cosa más ardiente que el chocolate, del que tanto abusan. Además, cargan de pimienta y otras especias cuando comen, de modo que debieran abrasarse".
Para que entendieras bien la relación entre un alimento "ardiente" y la delgadez tendría que extenderme sobre las teorías médicas de entonces acerca de los humores y la temperatura o humedad de los alimentos. No solo sería engorroso, sino, en algún caso, hasta jeroglífico, así que lo dejamos. Madame d'Aulnoy ilustra a sus paisanos sobre otro hábito de las españolas que contribuía a su delgadez. Para ilustrarlo, traigo aquí el cuadro más famoso de Velázquez, Las meninas. Mejor dicho, te ofrezco un detalle de él.




Puedes ver como la menina María Agustina Sarmiento de Sotomayor le ofrece a la infanta Margarita Teresa de Austria un búcaro en una salvilla. ¿Chocolate? ¿Agua? ¿Azucarillos y aguardiente? Puede ser, pero también que la ofrenda sea, lisa y llanamente, el búcaro, una droga a la que fueron muy aficionadas las españolas nobles. Sí, lo que te digo es que se los comían. Y flipaban en colorines. Lo dice la d'Aulnoy:
"Ya os hablé de la pasión que muchas ponen en mascar esta tierra. Suelen quedar opiladas [obstruidas; dicho del estómago: Llenarse de agua]: el estómago y el vientre se les hinchan y endurecen y la piel se les pone amarilla como un membrillo".
A tal punto llegaba la adicción que aquellos jarritos eran ensalzados como "golosinas". Y se consideraba de mucha etiqueta regalar "barros", como bien se deduce del cuadro velazqueño. Aparte de los españoles, eran muy apreciados los portugueses. Los confesores llegaron a imponer como penitencia durísima la abstinencia de comer aquella tierra sigilada. Con ella, las damas se intoxicaban, buscaban cierto nivel de anemia y conseguían empalidecer, lo cual era tenido por nota de distinción. Si crees que, como a la viajera francesa, se me ha ido la olla, citaré en mi favor a Góngora y a Quevedo:
"Niña del color quebrado, o tienes amor o comes barro".
"A Amarili que tenía unos pedazos de búcaro en la boca y estaba muy al cabo de comerlos".
Pretendían las adictas que la bucarofagia evitaba el menstruo y favorecía el aborto. Madame d'Aulnoy cita a una monja, sor Estefanía de la Encarnación, a quien le costó un año quitarse "de ese vicio, si bien durante ese tiempo fue cuando vi a Dios con más claridad". Y a Son Goku de pinche de Chicote en Infierno en la cocina, repartiendo hostias como panes, ¡no te jode!

La bucarogafia es una forma de pica, un trastorno alimentario que impulsa a ingerir sustancias incomestibles. Hace apenas un par de años, los muy sospechosos suplementos de estilo de los diarios nacionales e internacionales se inflaron de propagar una dieta a base de batidos de arcilla. Shailene Woodley, protagonista de la película Divergente declaró que se había sometido a ella, y tan a gusto la criatura. Estamos muy locos; aquí, o te encalas la nariz o te estucas el píloro o te cafeteas el esfínter, el caso es no dejar una membrana en paz.

Afirma nuestra madame d'Aulnoy que la geofagia, junto con el cacao desleído, que se tomaba muy azucarado, fastidiaba las dentaduras feminiles, que, no obstante, a la francesa le parecían "bien dispuestas, aunque serían más blancas si las cuidasen. Pero no solamente las abandonan, sino que las estropean a fuerza de comer dulces y chocolate". La viajera, horrorizada, toma nota de otra costumbre, ni mucho menos abandonada, que compartían hombres y mujeres: los pa'luego, es decir, el feo vicio de hurgarse las muelas con un mondadientes, ¡y en público! Te diré que los había de metales preciosos, de marfil y de maderas nobles, lo que no hacía aquel hábito menos plebeyo.


Pasemos ahora a lo que se llevaba sobre el cuerpo, o sea, más capas que las de una cebolla. Si quieres detalles, te remito a una entrada anterior que te puede dar una idea de por qué decimos "vísteme despacio, que tengo prisa". Aquí solo voy a fijarme en un par de notas de madame d'Aulnoy. La francesa alaba el donaire de las españolas: "Cuando andan, parece que vuelan [...] Aprietan los codos contra el cuerpo y corren sin levantar los pies del suelo, como quien resbala". Y eso a pesar de los endiablados chapines que todavía usaban algunas damas, un elemento solo comparable, en su inspiración demoníaca, a las correas extensibles caninas. "En el balcón de unos chapines subida", dice Lope de Vega. Fueron de uso obligado en la corte de los Austrias mayores, pero cuando la escritora francesa viajó a España aún se usaban: "Son una especie de sandalias donde se mete el zapato, y que hacen crecer prodigiosamente, pero que no es posible andar con ellos sin apoyarse en dos personas". D'Aulnoy cuenta el caso de una monja octogenaria con la que se entrevistó, a la que dos novicias habían aupado a una par de chapines; luego la tenían que sujetar por los brazos mientras estaba de pie.







Otro elemento de tortura indumentaria era el aparatoso guardainfante, que la madame tuvo que soportar durante alguna recepción en palacio como parte de su vestido a la española. La d'Aulnoy lo califica de "monstruoso" y jura que "no había puertas bastante anchas para dejarles paso". Fuera del protocolo iba siendo sustituido por el tontillo, que era una pizca más discreto. En las ilustraciones que siguen puedes notar la diferencia entre ambos. Las dos prendas se ponen entre las enaguas y las faldas, pero el guardainfante rodea la cintura mientras que el tontillo prolonga las caderas, con lo que las mujeres pasaban de mesa camilla para chocolatada a recibidor para dejar las llaves.








Todo esto que te he contado igual te parecen frivolidades. Y mira tú por dónde, puede que ellas, las españolas de la época, compartieran esa opinión. Por eso, para adornarse con aires de gravedad y circunspección, se puso de moda calarse antiparras, anteojos o quevedos, y cada vez más aparatosos, equilibrados sobre el puente nasal o atados con cintas a las orejas. Así mismo, como lo lees. Semejante coquetería era compartida por ambos géneros. Por tamaño y porque no servían para nada me recuerdan a las aparatosas gafas de las secretarias del Un, dos tres.

Cuando el marqués de Astorga y el duque de Osuna salieron a recibir a la prometida de Carlos II, la princesa de Orleáns, lucían grandes antiparras, como el resto del séquito español. Ello provocó la hilaridad de la caravana real francesa, cuyos miembros achacaron el uso estrafalario del complemento a la locura congénita de los españoles. Madame d'Aulnoy confirma que las damas hispanas "leen poco y escriben menos", por lo que malamente usarían los quevedos para esa función. Pero, al final, las indulta con esta benévola sentencia: "Aprovechan muy bien sus escasas lecturas, y lo que raras veces escriben resulta siempre oportuno y conciso". ¿Sabes qué? Voy a dejarlo aquí. La viajera francesa añade a estas últimas palabras suyas que, en general, las mujeres que conoció en España mostraban un ingenio muy agudo; la semana que viene te voy a contar cómo lo empleaban para llevarse al huerto -o no- a tanto galán con pelaje de sátiro. Y no les quedaba otra que afinar mucho, pues vivían, sin exagerar, tal y como viven las mujeres de los talibanes. Así que, igual que muchas de ellas a sus galanes, hoy te voy a dejar con las ganas...


Continuará...


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sábado, 23 de enero de 2016

GUIRIS CON PUÑETAS


El Gazel



"El español pide limosna regañando"


Este blog tiene un lema que puedes ver en su cabecera: "Y es que trescientos años no es nada". ¡Oooobvio, ché!, lo saqué del tango de Carlos Gardel: Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada... Y es que mientras me documentaba para El viento de mis velas -la novela, no el blog- caí en cuánto se me parecía la España de hoy a la del siglo XVIII. Por eso he querido darle una vuelta a esta entrada de GUIRIS CON PUÑETAS que hoy te traigo. Por una pura cuestión de protocolo -con toda propiedad-, primero te presento al invitado...

En 1766, Sidi Hamet al Gazzali, flamante embajador del sultán de Marruecos, Mohamed III, presentó sus cartas credenciales a Su Majestad Carlos III de Borbón, rey de las Españas. El tercer Mohamed magrebí se sentó en el trono entre 1757 y 1790; pertenecía a la dinastía que, a duras penas, unificó el país, la alauí, establecida en 1631 y reinante todavía. Y digo a duras penas porque siempre les costó mantener la paz con las belicosas tribus beduinas y bereberes.

Nada más llegar a la corte madrileña, el embajador al Gazzali se tuvo que someter a una de nuestras más españolísimas costumbres, la de castellanizar su nombre en un pispás, por eso se quedó en El GazelGazel dejó por escrito en una serie de cartas las impresiones de su misión en Madrid. Valdrá la pena, ya que estamos en eso, que empecemos por el idioma. Y retomo la novedad que te anunciaba: a cada uno de los ítems de aquel diplomático extranjero de hace tres siglos, le haré corresponder una noticia actual. Así podrás evaluar si tengo razón o no al decir que tres siglos no son nada...

El marroquí tuvo la ayuda inestimable de un cicerone cuyo nombre te ofreceré al final. Se trataba de un hidalgo ilustrado, defensor de las ciencias frente al escolasticismo dominante en España; con lo que este le cuenta, el embajador manda a la corte del sultán un completo dossier con sabrosas descripciones del carácter español.

Así supo Gazel que el castellano estaba invadido por galicismos, muy traídos y llevados por petimetres, pisaverdes y lechuguinos, trufado con "los caprichos, invenciones y codicias de sastres, zapateros, ayudas de cámara, modistas, reposteros, cocineros, peluqueros". ¿Te va sonando?


"Mi nuevo jefe de cocina es divino, él viene de arribar de París", se burla el nuevo amigo del embajador, que critica así la importación de la gastronomía francesa, amparada por los Borbones. Y añade que, por entonces, se habían disparado los caprichos de la cocina foránea entre los frugales castellanos, y que el gasto que se hace en los fogones pone a algunas casas a la altura de las tabernas.



Al hilo de la burbuja gastronómica dieciochesca, Gazel intenta explicar a sus compatriotas magrebíes qué entienden los europeos por lujo: la prédica insensata del lujo "empobrece a los españoles, persuadiéndoles ser útil lo que les deja sin dinero". Dado que no hay en aquella España de Carlos III una industria tan pujante como, verbigracia, la británica, el lujo "siempre le será dañoso, pues la esclaviza al capricho de la industria extranjera".





No escapan a la tiranía consumista los poderosos de la España de Gazel, pues son esclavos de la moda: "Beben café de Moca en taza de China vendida por ingleses; tiene modistas de París, peluquero francés, vajilla gala, óperas italianas, tragedias francesas y, al final del día, rezan en estos términos: Doy gracias a que todas mis operaciones de hoy han salido dirigidas a echar fuera de mi patria cuanto oro y plata ha estado en mi poder".



El ilustrado que le abre los ojos al embajador le advierte de que "todo lujo es dañoso, porque multiplica las necesidades de la vida, emplea el entendimiento humano en cosas frívolas y, dorando los vicios, hace despreciable la virtud, siendo ésta la única que produce los verdaderos bienes y gustos".

Tal y como sospechaba el corresponsal madrileño de Gazel, la importación de vicios y barbarismos contribuye a la decadencia del "carácter hispano". En cuanto al idioma, hoy como entonces, podemos concluir que el castellano es plastilina en manos de quien necesita una herramienta con la que no pillarse los dedos ni pringarse: directores de campaña, asesores políticos, directores de comunicación, jefes de prensa, mercadotécnicos, comerciales de todos los grados, relaciones públicas de todo pelaje, políticos vacuos, abogados retorcidos, periodistas rendidos y/o vendidos, cocineros narcisistas...

Unos necesitan votos, otros necesitan ventas, otros hinchar sus egos pigmeos, otros audiencias que vender a los anunciantes y todos ellos miman y consienten a una ciudadanía cada vez más pueril con tal de que los prefieran sobre la competencia. Por eso un ciego, o un sordo, o un parapléjico -palabras que no juzgan- pasaron a ser "personas discapacitadas" -palabras que sentencian- y desde hace un par de horas -y es riguroso- "personas con otras capacidades", ¡como lo oyes! Es el fresquísimo neologismo que compra voluntades y soborna a la inteligencia, otro flamante tetris idiomático que acumula sílabas al buen tuntún, la última pamplina para brunches con música étnica y café de precio justo con leche de soja sin edulcorar, elaborada -las cosas ya no se "fabrican"- con habas no transgénicas.



El amigo español de Gazel -volvemos al siglo XVIII- se quejaba con amargura de la muchedumbre de pedantes sin bozal: "Los españoles del día parecen haber hecho asunto formal el de humillar el lenguaje de sus padres. Los traductores e imitadores de los extranjeros son los que más han lucido en esta empresa. Como no saben su propia lengua, porque no se sirven tomar el trabajo de estudiarla, amontonan galicismos, italianismos y anglicismos". Propone que los cursis se congreguen en rebaño anual, definan el castellano de la siguiente temporada y lo vendan impreso con este título:
Vocabulario nuevo al uso de los que quieran entenderse y explicarse con las gentes de moda, para el año de mil setecientos y tantos y siguientes, aumentado, revisto y corregido por una sociedad de varones insignes, con los retratos de los más principales.
Hoy añadiríamos "y varonas". Ya no era necesario estudiar el arte de la expresión ajustada y digna: "Con saber unas cuantas docenas de voces largas de catorce o quince sílabas cada una, y repetirlas con frecuencia y estrépito, se compone una oración". Y claro, con estos antecedentes... ¡con Cervantes hemos topado, Sancho!




Así le contaba el buen hidalgo a Gazel cómo se despreciaba en su propia nación al Príncipe de los Ingenios: "Cuando veo que Miguel de Cervantes ha sido tan desconocido después de muerto como fue infeliz mientras vivía, pues hasta ahora poco no se ha sabido donde nació...". Hasta 1752 no se encontró la partida de bautismo del escritor en la parroquia complutense de Santa María la Mayor. Y no porque estuviera oculta, sino porque a nadie le importó un bledo hasta que llegaron los ilustrados. De esa ingratitud con la Historia, general en Europa, "solo se salvan los ingleses, que levantan monumentos a sus héroes en la misma iglesia que sirve de panteón a sus reyes".

Igualito que el desprecio con el que se ha tratado en nuestro siglo la investigación sobre los restos de Cervantes en la iglesia madrileña de las Trinitarias, que ha servido para que más de uno, desde las cabañas o desde los palacios, hiciera burla. Y si desprecio te parece fuerte, usa ignorancia. Hasta un ayuntamiento, el de Madrid, donde Cervantes vivió, creó y pasó a mejor vida, se equivocó al grabar el título de una de sus obras...






El propio embajador marroquí no da crédito a la mezquindad del alma hispana: "Apenas ha producido esta península hombre superior a los otros, cuando han llovido miserias sobre él hasta ahogarle". De ahí, entre otras causas, el atraso de las ciencias en España: 
"¿Quién puede dudar que procede de la falta de protección que hallan sus profesores? Hay cochero en Madrid que gana trescientos pesos duros, y cocinero que funda mayorazgos; pero no hay quien no sepa que se ha de morir de hambre como se entregue a las ciencias".
Y Gazel remacha:
"En todas partes es, sin duda, desgracia, y muy grande, la de nacer con un grado más de talento que el común de los mortales; pero en esa península es uno de los mayores infortunios que pueda contraer el hombre al nacer". 
Tales insensatos, necios y lunáticos talentosos, juguete de Fortuna, merecen ser llamados, con todas las de la ley, héroes, pero en su acepción original, que fue la de seres extraordinarios que sufren penalidades en beneficio de su gente y que, casi siempre, tienen un final trágico: "Son como aventureros voluntarios de los ejércitos, que no llevan paga y se exponen más".



En las cartas de Gazel con sus corresponsales hay cuatro tópicos que explican la decadencia española: el desprecio por la Ciencia, las guerras que libraron los Austrias, la emigración a las Indias y, cómo no, la división nacional desde la Guerra de Sucesión que puso a los Borbones en el trono vacante. Sobre este último punto, el embajador marroquí alaba la industria y laboriosidad de los catalanes, "pero parece estar aquella nación a mil leguas de la gallega, andaluza y castellana. Sus genios son poco tratables, únicamente dedicados a su propia ganancia e interés". En otro punto de su correspondencia justifica la separación entre españoles:
"Por causa de los muchos siglos que todos estos pueblos estuvieron divididos, guerrearon unos contra otros, hablaron distintas lenguas, se gobernaron por diferentes leyes, llevaron diversos trajes, en fin, fueron naciones separadas, se mantuvieron entre ellos ciertos odios, cierto desapego".



¡Ajá!, los políticos, no importa la época: distintos tahúres, mismos trucos. Y en este siglo no hemos inventado la pólvora, por mucho que nos demos aires. Mira con que tino e inteligencia se refiere a ellos el guía madrileño de Gazel:
"Con el mismo tono dicen la verdad y la mentira. Mudan de rostro mil veces, más a menudo que de vestido. Tienen provisión hecha de cumplidos, de enhorabuenas y de pésame. Poseen gran caudal de voces equívocas; saben mil frases de mucho boato y ningún sentido. Han adquirido a costa de inmenso trabajo cantidades innumerables de ceños, sonrisas, carcajadas, lágrimas, sollozos, suspiros y (para que se vea lo que puede el entendimiento humano) hasta desmayos y accidentes. Viven sus almas en unos cuerpos flexibles y manejables que tienen varias docenas de posturas para hablar, escuchar, admirar, despreciar, aprobar y reprobar, extendiéndose esta profunda ciencia teórico-práctica desde la acción más importante hasta el gesto más frívolo".


Hay una condición postrera en el orden de mi entrada, pero constante en las cartas de Gazel, que contribuye con redoblada energía a la decadencia de aquella España: el orgullo hidalgo, aunque más bien deberíamos hablar de soberbia y vanidad, incluso de chulería y fanfarronería. Junto con el lujo y la frivolidad, una epidemia de titulitis se abate sobre la nación: "Don es el amo de una casa [...] don el mayordomo; don, el ayuda de cámara; doña, el ama de llaves". Por eso, por la arrogancia heredada de los tiempos de la Reconquista y de la conquista de América, Gazel concluye que "el alemán pide limosna cantando, el francés llorando y el español regañando". Cuanto más villanos, más señoritos.




Puñetero el guiri, ¿eh?... ¡Qué jodío! Catorce kilómetros de estrecho y, si molesto, me quito de en medio. Lástima que ahora te tenga que contar la verdad. Aunque seguro que ya te habrás dado cuenta del truco, ¡no esperaría menos de ti!, ¡claro que no!... No hay ningún guiri en esta entrada salvo el que aparece al principio. Como te lo cuento.

Es verdad que a la corte de Carlos III llegó un embajador marroquí que se llamó al Ghazzali y al que apodaron El Gazel. Y hasta ahí la Historia. Quizá José Cadalso se inspiró en este personaje real para dar cuerpo al protagonista de su novela epistolar Cartas marruecas, que también se llama Gazel y que es miembro de una ficticia legación marroquí. La obra no escapa, desde luego, a la influencia de las Cartas persas de Montesquieu; ambas orean las más viejas y oscuras estancias de sus naciones y tienden al sol los cobertores que cubren sus pecados. Es un modo sibilino de tirar la piedra y esconder la mano: me disfrazo de moro y pongo a caer de un burro a unos paisanos que no son los míos. Sí, he dicho moro, que viene de mauri, nativo de la antigua provincia romana de Mauretania Tingitana, tomando Tingis como el nombre latino de Tánger.

El Gazel ficticio de Cadalso que hoy te traigo tiene dos corresponsales, su padre, Ben Beley, y el hidalgo -sin don- Nuño; entre ellos intercambian noventa cartas en las que ofrecen al lector las opiniones del escritor sobre el carácter español. Cartas marruecas fue primicia en el Correo de Madrid, periódico que las publicó por entregas en 1789. En 1793 fueron por fin encuadernadas en la imprenta de Sancha. Ambas ediciones son póstumas, pues Cadalso murió en el asedio de Gibraltar de 1782. La metralla inglesa lo mató siendo todavía joven; consolémonos creyendo que le evitó la vergüenza, dado su patriotismo ilustrado, de ser testigo del bochornoso reinado de Carlos IV y del derrumbe definitivo de una nación en la que, en un tiempo, no se ponía el sol. Y a ti te pido disculpas por este truco de tahúr, pero, a estas alturas, ya me deberías ir conociendo... ¡Feliz semana!


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