sábado, 19 de diciembre de 2015

GUIRIS CON PUÑETAS 

Navidades sí; españolas no




Soy consciente de que a veces cargo un poco la mano en los titulares, ¿pero qué quieres? Somos tantos blogueros asomando la cabecita entre la malla de la Red, que de algún modo habrá que hacerse notar. El título de hoy -que ya verás que no es exagerado- viene por las muchas quejas que oigo y leo sobre la invasión de tradiciones extranjeras en las Pascuas españolas.

A los que se quejan no les falta razón: entre Halloween y Santa Claus, con el Black Friday por en medio, solo nos falta disfrazarnos de indios y puritanos y celebrar Acción de Gracias. Yo ya estoy preparando los petardos para el 4 de julio, por si las moscas. No sé decirte si tiene que ver con la globalización o con la idiotización, pero así está el paisaje. Y el paisanaje. Para mí, lo peor no es que adoptemos costumbres que nada -o eso creemos- tienen que ver con nosotros; al fin y al cabo, las costumbres, los idiomas y las fronteras cambian con el tiempo. Lo peor, y lo único que se mantiene, es la codicia de quienes te venden lo que sea a costa de tu alma, como si fueran mefistófeles del Hades consumista.

Pues ojo a lo que te traigo. Aquí suelo hablar, en general, del siglo XVIII español y de lo mucho que se me parece al nuestro, aún balbuciente. Desde hace dos meses, y a mayores, te cuento las opiniones sobre España de unos cuantos guiris ilustrados, con sus puñetas, su camisita y su canesú. Hoy lo junto todo para presentarte una entrada de GUIRIS CON PUÑETAS que no tiene como protagonista a un viajero dieciochesco, sino a un país y a sus navidades presuntamente tradicionales. En realidad, no quiero engañarte, se trata de una revisión, corrección y actualización de una vieja entrada que me trae un inesperado sentimiento de añoranza al confirmar que el tiempo pasa por la escritura igual que pasa por la piel. Así que nada, a renovarse; y tú prepárate...

Fue en aquellos tiempos de las luces -las del intelecto, no las navideñas- cuando llegaron a España -sí, he dicho "llegaron"- tradiciones pascuales que, si preguntas por ahí, te dirán que ya las celebraban los reyes godos. Pues de eso nada, y te lo voy a demostrar. Vamos por orden. O sea, empecemos por el Gordo...



Carlos III llegó a España en 1759 para hacerse cargo del trono de un imperio; venía de ser rey de Nápoles. Por mucho que lo disfracemos de bondadoso ilustrado y de magnífico alcalde de Madrid, el hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio tuvo como rasgos fundamentales de su política la fuerza y la absoluta conciencia de ser el dueño de todo. Eso significaba presencia internacional -diplomática y bélica- a costa de sangrar a España y América. Ya sé que no es lo que primero que te cuentan por ahí, pero por eso hay bibliotecas y librerías.

Tres años después, en 1762, la vida se le tiñó a Carlos de Borbón del color del sobaco de un cuervo. Los ingleses conquistaron La Habana y Manila y se asentaron en Belice; Madrid tuvo que romper hostilidades en el Atlántico Sur con británicos y portugueses, con las Malvinas de por medio, claro. Un año antes, por culpa de pactos familiares con los Borbones franceses, España se había metido de cabeza en la Guerra de los Siete Años (1756-1763). Aunque siempre hemos llamado "mundiales" a las dos grandes guerras del siglo XX, las del XVIII no lo fueron menos, pues los soldados de las monarquías europeas lucharon en Europa, en las dos Américas y en Asia, como puedes ver en el mapa; en verde tienes a Francia y sus aliados y en azul a los ingleses con los suyos. ¿Las causas de aquel conflicto? El dominio de Silesia y la supremacía colonial en América del Norte y la India.



Por si fuera poco, 1763 fue un año de hambruna en la Península al malograrse la cosecha de trigo. Hoy, sobre todo si estamos a dieta, podemos prescindir del pan, pero entonces era indispensable como base alimenticia. Con semejante panorama, al ministro de Hacienda, el impopular (va con el cargo) Marqués de Esquilache, se le ocurrió un modo de hacer sangría sin usar sanguijuelas fiscales: ¡la Lotería!




En realidad, Carlos III y Esquilache la importaron de Nápoles. Era casi gemela de la hoy llamada "Primitiva", de ahí el nombre de la actual. El primer sorteo se celebró el 10 de diciembre de 1763; se recaudaron 187.500 reales, de los que tres cuartas partes se fueron en premios (141.000, real arriba, real abajo) y el resto a la Hacienda del Rey (que no era la de todos). La Lotería moderna nació en 1811, también como aporte de fondos bélicos a la guerra contra Bonaparte. El 18 de diciembre de 1812, en Cádiz, se celebró el primer sorteo decembrino. El primer Gordo cayó en el 03604. Ochenta años después, el 23 de diciembre de 1892, se celebró el primer sorteo de Navidad instituido como tal. En fin, que el "tradicional" Gordo lo es por los macarrones napolitanos, no por la tortilla de patatas y el jamón.

Repuesto de la desilusión de que el invento de la lotería no venga de un ¡Eureka! de don Pelayo en Covadonga, me apresto a montar el belén. "¿Me vas a decir que tampoco es español?". Pues sí, te lo voy a decir. El belén también es espaguettino, lo mires como lo mires.




Se dice que el primer belén lo armó san Francisco de Asís en la Nochebuena de 1223, en la Toscana. Aquel nacimiento netamente religioso llegó a España con los franciscanos. Pero fue Carlos III -dos de dos- el que nos trajo el pesebre que hoy conocemos: cortesano, lujoso y pleno de arte, heredero de los presepi esplendorosos del Reino de las Dos Sicilias. Aquellos belenes se convirtieron en un juego de nobles, un divertimento mundano y elegante para la aristocracia y la burguesía rampante, que yo recuerdo haber repetido, sin tanto lujo, en mi niñez. Cuando revivo a mi madre y al niño que fui armando el belén dos días antes de Nochebuena, aún con los ecos de los cantores de San Ildefonso en los oídos, se me eriza el vello de los brazos. "¿Has dicho dos días antes?"... Sí, claro, cuando llegaba la Navidad; es que era un belén casero, no de centro comercial, que los ponen en manga corta... "¡Qué exótico, qué aventureros, qué locos, casi en la víspera!".




Llegados a este punto -sin salir de pobres y con ganas de montar un belén-, nos disponemos a cenar. Igual tú cenas besugo encamado en patatas jugosas; o una gallina de verdad escoltada con lombarda y castañas; o bacalao con coliflor y ajada... O yo estoy flipando mucho porque me he creído que hemos salido de la crisis. En todo caso, en el reino fantástico de la Navidad el pavo es el rey de la mesa. En las nochebuenas del siglo XVIII español ya se comía pavo, especialmente en Cataluña, donde gustaban mucho de la volatería, como atestigua este viajero español, ejemplo de burócrata ilustrado:
"Hay también algunas comidas de cajón, que no se dejan por más que valga menos la faltriquera [...] por Navidad, el pavo con los turrones y barquillos para postres, con su malvasía para mojarlos" (Diarios de los viajes hechos en Cataluña, Francisco de Zamora, 1790)
¿Y de dónde vino el pavo? "¡De Nápoles y lo trajo Carlos III!"... ¡Eeeeeeeerror!: de Méjico y lo trajo Hernán Cortés en el primer tercio del siglo XVI. Los aztecas lo llamaban guajolote y los jesuitas lo introdujeron en Europa. ¿Satisfecho? Pues vamos a por las uvas... "¡¿Tampoco las uvas?!" ¡Taaaaampoco! Empiezo a disfrutarlo; me siento como el amigo que te contó que no existen... Bueno, ya me entiendes, esos tres señores que le hacen la competencia al otro más gordo con barba blanca... ¿Algún niño en la sala?

La "tradición" de las doce uvas no es del XVIII, nace en el siglo XIX, pero total, ya puestos a desbaratarte los esquemas, tiro pa'lante. A las uvas de Nochevieja las parieron los fashion victims de la época y, a mayores, unos agricultores agobiados. De entrada, fueron los pijos decimonónicos madrileños los que importaron la moda francesa de tomar champán con uvas la última noche del año.


Pero en 1903, viticultores levantinos agobiados por el excedente de uva popularizaron definitivamente esa costumbre exquisita. Y ya ves, hoy habrá quien piense que el Cid se las ponía en la boquita a doña Jimena mientras su escudero daba las campanadas en el escudo.

Miedo me da, por si te da algo a ti, mencionar el turun, dulce de miel y frutos secos del que habla un médico musulmán del siglo XI en su tratado De medicinis et cibis semplicibus. Por no traer a colación el mazapán persa, o árabe, que ahí no se ponen de acuerdo los gastrónomos.

Y por fin... "¿Pero aún hay más?: ¡Atila, que eres un Atila de la Navidad! Por donde pisas ya no crece el acebo". Oye, ¿qué quieres que te diga?, culpa mía no es. Te iba a contar que, por fin, llegamos al roscón. Y aquí nos vamos a ir aún más lejos, hasta la Saturnalia romana, la fiesta del solsticio de invierno -nuestra Navidad-, cuando amos y esclavos intercambiaban sus papeles. Era una especie de carnaval en el que se comían tortas de harina y miel rellenas con higos y dátiles y que tenían sorpresa: un haba seca dentro. Quien la encontraba era coronado como Rey del Haba.

La costumbre renació en la Francia medieval y de allí la trajo Felipe V siglos más tarde. En la corte francesa el haba quedó como minucia y burla, siendo el regalo una codiciada moneda de oro. En España, el roscón se acompañaba, y se acompaña, con chocolate, que, mira por donde, también vino de Centroamérica, donde los aztecas lo tomaban sin azúcar, pero con harina de maíz y ají.

Por cierto, son los antiguos latinos los creadores del aguinaldo. Un rey mítico de los sabinos, Tito Tacio, tenía la costumbre de regalar ramilletes de verbena, hierba portadora de felicidad, al comenzar el año. Ese humilde hábito se transformó en una ceremonia de pleitesía en la que los plutócratas romanos recibían presentes del resto de ciudadanos, obligando a los pobres a gastar lo que no tenían.

Tal costumbre se mantuvo a lo largo de los siglos hasta que en Francia quisieron prohibirla durante la Revolución. Imposible. Los sirvientes de toda condición pusieron el grito en el cielo, pues se habían acostumbrado a recibir un aguinaldo al llegar la Navidad.

En resumen: el Gordo, los belenes y el aguinaldo, italianos; el pavo y el chocolate, mexicanos; y las uvas y el roscón, franceses. Y a ti te preocupa Santa Claus... ¿Cómo se te ha quedado el cuerpo?, ¿de jota? Pues resulta que la jota tampoco... ¡vale, vale!, lo dejo ahí. No, no lo dejo, porque la pandereta, a la que tanto nos gusta asociar a nuestro país, es casi seguro que naciera en Oriente Medio cuando Matusalén perdió su primer diente de leche. En fin, que nuestras más sentidas tradiciones pascuales son guiris, ¡menuda puñeta!

Bueno, no te lo tomes a la tremenda. Conocer el origen de una tradición que creías propia te puede ayudar a ser más tolerante con esas otras que hoy aborreces. Es Navidad, permite que la mansedumbre, la flema, la paciencia bienvenida y la paz te inunden. ¿Qué más te da? Escoge, haz tuyas las tradiciones que te hagan feliz y deja a los demás con las suyas. Es tiempo de recogerse al abrigo de los fuegos interiores, no de los de una chimenea, sino de esos otros que levantan las brasas de tu memoria y tu corazón. Ten una Feliz y Mansa Navidad. Te lo deseo...



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sábado, 5 de diciembre de 2015


GUIRIS CON PUÑETAS

Lord Byron 

(y 2)


 


"Estoy enamorado de España"


Me gusta el jerez; me gusta mucho el jerez. Y lo digo antes de que se ponga de moda. Ya lo sufrí con el gin tonic, cuyas copas son hoy, por mor de la pamplina, un modelo a escala de los jardines colgantes de Babilonia. Y le está pasando al vermú, que de aperitivo dominguero y barrial, tomado sobre una alfombra crujiente de huesos de aceituna y cabezas de gambas, ha pasado a las manos pegajosas del hatajo de petimetres que deciden lo que mola y lo que no. ¡Puuuuaaaaaaaaaaj! Vete preparando, porque ya hay tontódromos con licencia de hostelería en donde no te sirven un vermú rojo si no recitas de carrerilla veinte de las cuarenta hierbas que componen su fórmula. Y para la segunda ronda, las otras veinte sin repetir ninguna.




Cuando veo una botella de Tío Pepe se abre una espita de mi memoria infantil por la que chorrean navidades con riachuelos de papel de plata, nubes de algodón sanitario y un castillo de Herodes con las murallas de corcho; me inunda las narinas el aroma de sardinas asadas en brasas morunas, el sabor de raciones de caracoles picantes y mi abuela cocinando bacalao con coliflor; veo vacaciones con tebeos del Capitán Trueno, del Jabato y del Corsario de Hierro y con westerns de sobremesa; y a mi padre y a mi tío, un poco más allá de achispados, llenando copas y soltando picardías y canciones tristes: "La Nochevieja se viene, la Nochevieja se va y nosotros nos iremos y no volveremos más". El que siempre volvía era el Tío Pepe, uno más de la familia reunida, oloroso al escanciarlo y persistente en las copas vacías.

El jerez no es para andarse con bobadas. Es para pedir la botella, una cubitera para que no se caliente y, ¡hala!, a beberlo mientras uno habla de otras cosas. El jerez es un buen compañero de rondas, pero si el primer pisaverde que cree que Baco le hizo la boca se atreve a exponerlo como si fuera una loba de Gran Hermano en Sálvame Deluxe, pues es normal que el vino pierda su pudorosa palidez y yo la paciencia. Como dijo del café Jacques Delille, al que dediqué en primavera una CITA EXPRÉS, con el jerez siento que "bebo un rayo de sol en cada gota". Y me lo callo, lo paladeo y cotorreo banalidades, que para eso son las tertulias de bar. Y vale ya de hablar de mí, que aquí hemos venido a hablar de George Gordon, dandy entre los dandies, y de su paso por España camino del Levante mediterráneo.





No tengo certeza de que unas pintas de vino jerezano le diesen al perdulario de Lord Byron las bárbaras ideas de meter un oso en el Trinity College de Cambridge o de trasegar en calaveras, como los vikingos de Serie B; pero pasó, allá por 1805. De lo que sí estoy seguro es de que sus brumas de spleen, las propias de un colmo del Romanticismo como él, se le despejaban gracias al sol embotellado en Jerez. 

Que la aristocracia británica bebe sherry como si mañana se les fuera a hundir la isla es un tópico más viejo que el Canalillo. En la Edad Media ya se exportaban vinos jerezanos a la Europa occidental. Pero fueron los piratas ingleses, que tenían a Cádiz como su jauja, los que, mire usté por dónde, promocionaron con sus rapiñas la Marca Jerez en la Pérfida Albión. Cuando un compinche de Drake, Martin Frobisher, saqueó La Tacita en 1587 se llevó tres mil botas de sherry. En 1596 volvieron a por la segunda ronda, a costa, una vez más, de los bodegueros gaditanos. En la segunda mitad del XVII corrían por Londres unos versos, atribuidos a Thomas Jordan, que glosaban las virtudes del jerez. El tal Jordan, poeta y actor, escribió lo que sigue:

¡Bebed y sed felices,
bebed y sed felices,
danzad, bromead y regocijaos
con clarete y sherry,
tiorba y voz!

La tiorba es una especie de laúd barroco para tunos de la NBA, como bien se aprecia en la foto que ilustra estas líneas.



En 1754, Arturo Gordon, escocés católico y jacobita, llega a Jerez de la Frontera huyendo de la persecución inglesa. Como de tonto no tenía ni las intenciones, abre casa y bodega, Las Atarazanas, en la plaza de San Andrés, y se mete a exportar jerez a los mismos que querían verlo colgado de una soga. Y oye, míster Gordon se hace rico metiéndose en las faltriqueras las libras de sus enemigos. La empresa se vuelve familiar cuando llama a sus sobrinos y los pone al frente del negocio en 1794.



A estos Gordon, parientes lejanos, rinde visita Lord Byron en julio de 1809. Tras recular con muy poco donaire ante los avances eróticos de una sevillana con arrestos y unas buenas tijeras, como ya te conté la semana pasada, Lord Byron y su amigo Hobhouse, barón de Broughton, tomaron, si no las de Villadiego, sí las de Cádiz. Cruzan por Alcalá de Guadaira y Utrera y son recibidos por Jacobo Arturo Gordon Smythe, de los Gordon de toda la vida (llevaban cincuenta y cinco años en Jerez). En las bodegas de su pariente, Byron sacia su sed "bebiendo del auténtico manantial" del sherry. En el Puerto de Santa María acude a un festejo taurino. No le agrada; considera que es un espectáculo cruel y sangriento y le disgusta el sufrimiento del toro:

Se detiene... arranca... resistiéndose a ceder: 
Lentamente se desploma entre gritos de triunfo,
Sin un bufido y sin esfuerzo muere.


Le llama la atención, en cambio, la mezcla, casi promiscua, de ricos y pobres en el coso. El 29 de julio atraviesa la bahía y desembarca en Cádiz, que era, por entonces, la retaguardia de la guerra, con muchos nobles buscando distraerse de los inconvenientes que les ha provocado Napoleón. Si Sevilla le había parecido "una ciudad bonita", al toparse con la capital gaditana implora a las musas que vengan en su auxilio. Y así lo refleja en el Canto I del Childe Harold:

Bella es la orgullosa Sevilla, que su país ostente
Su poder, riqueza, antigüedad;
Pero Cádiz, erguida en la distante costa
Pide un elogio más dulce en su humildad.


Es verdad que tras arrebatar a Sevilla el monopolio del comercio con América, La Tacita se había convertido en una de las ciudades más cosmopolitas, laboriosas, ricas y entretenidas de Europa. Cuando Byron la pisa, sin romperla, estaban lejanos los tiempos de esplendor, pero quien tuvo, retuvo:
"Cádiz, dulce Cádiz, es el primer rinconcito de la Creación. La belleza de sus calles y mansiones solo es superada por las de sus moradores".
Sabemos que Byron hacía, como un buen spaniel bretón, a pelo y a pluma. Así que es normal que se maravillase de la belleza de todo hijo e hija de la ciudad. Pero luego especifica:
"Debo confesar que las mujeres de Cádiz son, de lejos, superiores en belleza a las inglesas..."
Y lo pudo dejar ahí, pero siguió especificando:
 "...mas son inferiores a las nuestras en toda cualidad que dignifique al Hombre".
Bien le podríamos decir "l'as cagao por bocón, Lor Bairón". Pero es que la ganas de meterse en líos no le faltaron nunca al inglesito, la verdad. Debió de pensar que no se había enjardinado bastante, así que siguió en sus trece y envidó trece más:
"Cuando una española se casa, abandona todo recato, aunque sea una monja antes del matrimonio. Si un caballero se permite una iniciativa con una doncella española, cosa que en Inglaterra se resolvería con un bofetón, ella le agradece el honor y responde: Espere usted a que me case y estaré encantada".
En fin que, según Byron, vosotras unas pendonas y nosotros unos cornúpetas; nuestros tatarabuelos, quiero decir. Pero no termina aquí su análisis de las mujeres andaluzas en particular y de las españolas en general:
"Son todas iguales, con una misma educación. Sabe lo mismo la mujer de un duque que la de un campesino; y en cuanto a modales, una rústica es igual a una duquesa. Son subyugadoras, pero solo tienen una idea en el magín, la que gobierna su vida: la intriga".



Hubo una excepción a las inclementes opiniones que el poeta mantuvo sobre las mujeres ibéricas. Se llamaba Carmen Córdoba y era hija de un almirante; la conoció durante una representación de opera en un palco del Teatro Principal. Así se lo cuenta a su madre en una de las cartas que le envió durante su viaje por el Mediterráneo:
"La joven era bella, de encanto parejo al de una inglesa, pero superior en fascinación. Tenía el pelo negro y largo, con lánguidos ojos negros y la piel aceitunada, con mucha más gracia en sus ademanes que las aburridas inglesas [...] una belleza irresistible".
Por lo visto, era dueña también de un desparpajo que nada tenía que envidiar al de la sevillana Josefa Beltrán, pues Carmen no duda en levantar a una dama del palco para sentarse al lado del galán. Se dice que ella le inspiró un poema, The Girl of Cadiz, que es un piropo versificado:

Oh, nunca me vuelvas a contar
Del clima boreal ni de las damas britanas,
No has tenido la fortuna, como yo, de disfrutar
de una beldad gaditana.

Al parecer, ella le ofreció clases de español y él le habló de amor en más de un idioma, incluido el de los signos. Si sería Carmen, no lo sé; si fue el jerez, ¿qué se yo?; si sería la belleza de una ciudad que se abre a un horizonte de promesas, vete tú a saber... El caso es que cuando Lord Byron abandonó España tras veinticuatro días de viaje y placeres, se hizo una promesa que desdice su condición de GUIRI CON PUÑETAS:
"Volveré a España porque me he enamorado de este país"
No está mal escucharlo de vez en cuando, incluso estaría mejor que alguna vez se nos escapase a los que habitamos en él. Es verdad que no nos lo ponen fácil, ¡qué va!, pero somos gente de corazón grande y generoso, ¿o no?


George Gordon, sexto barón de Byron, no cumplió su promesa. Unos años después murió por defender la libertad de otro país mediterráneo. Unas fiebres y el disgusto por el cainismo de los griegos, incapaces de unirse para sacudirse el yugo turco, acabaron por matarlo. Cuentan que los dioses olímpicos le permiten morir cada día en los Campos Elíseos para renacer, desmemoriado, al siguiente: así bebe jerez eternamente como si fuera su primera vez, maravillado por el prodigio de ese sol gaditano que explota en cada gota...


AGRADECIMIENTOS:

Me gusta el jerez por mis recuerdos de infancia, pero también por culpa de Juan Carlos Olivar Nieto, un maestro que me enseñó a beber, un amante del sherry y, ahora, un amigo en la lejanía. Gracias.

Foto: Marcos Míguez.

También quiero dar las gracias a Pepe Jiménez, un reciente contacto en Facebook, que me ofreció información para completar esta entrada.



Y, por último, a Elisenda Segura, que me recordó que, junto a Fred Astaire y Cary Grant, hay otro actor que ilustra a las mil maravillas la común confusión entre un hombre elegante y un dandy: David Niven.




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viernes, 27 de noviembre de 2015


GUIRIS CON PUÑETAS

Lord Byron 

(1)

 



"Las españolas no son nada discretas"


Dandy es una de esas palabras que cualquiera arrastra por el fango casi todos los días. Será ignorancia, será petulancia, o serán ambas -ancias. Por poner un ejemplo, Fred Astaire no era un dandy, por mucho chaqué que se echara a la chepa, ché (dilo rápido...). Y Cary Grant tampoco. Lo siento, pero no y no. Eran dos tipos con percha, cada uno la suya, o vete a saber, que yo ya no pongo la mano en el cul..., digo en el fuego por nadie.


  


Y no, que tu padre se bañase en Varon Dandy después de afeitarse con brocha, jabón y navaja barbera no le daba esa categoría, ¡nanai! No me cabe ninguna duda de que era todo un señor, como el mío, pero hasta ahí.


 

Fíjate en lo que te digo, Johnny Rotten, el de los Sex Pistols, era más dandy, pero a una millonada de años luz, que el bailarín y el galán de más arriba y que el engominao del anuncio. Vale, te dejo que inspires y expires para bajar el sofocón... Otra vez, hazme el favor... Y ahora un poquito de ¡Ooooooooommm! Mejor, ¿verdad? Pues sigo. 


 
Si has leído, por ejemplo, Corsarios de guante amarillo, un revelador ensayo de Luis Antonio de Villena, sabrás de qué te hablo. Si no, yo te lo explico. Un dandy, como un punkie frenético, escupe, pero no odio, sino belleza fuera de límites; la intención es la misma: escandalizar. Y no para convertir al mediocre, sino para desmarcarse de su vulgaridad, de nuestra vulgaridad de seres que se arrastran sobre el vientre. Un dandy es una flor de estercolero. No se le admira por su elegancia, se le repudia por su distinción. No, elegancia y distinción no son sinónimos: el elegante es gregario, el distinguido, solitario. Perdón, ¿cómo dices?... No, tampoco es un petimetre ni un hortera, esos huelen a linimento de vestuario, a cuero de pininfarina y a fiscal de delitos monetarios...


 
El dandy no es un árbitro de la elegancia -otro tópico-, pues para serlo tendría que fijarse en los demás, y él, como la Bitch Witch Queen de Blancanieves, solo tiene ojos para sí mismo. "Vivir y morir delante de un espejo" era, según Baudelaire, el lema del dandismo, el mismo de Narciso en el estanque.  ¡Ah!, y debe nacer varón, para desafiar a la mujer en un terreno tradicionalmente reservado para ella: el de la seducción con la belleza exterior y la devastación con la malicia interior. No es raro que damas y dandies compitan por la misma presa.

 George Bryan Brummell, Beau Brummell, fue un dandy. Es legendaria su adaptación a los salones de la chaqueta roja que los británicos usaban solo en la caza del zorro. Un escándalo, pues rompía así las reglas de la decencia en el vestir. Oscar Wilde no habría pasado de elegante si no hubiera prendido en la solapa de sus levitas grandes orquídeas amarillas, amén de corromper a donceles de la buena sociedad. Aunque, la verdad, nunca quedó claro quién corrompió a quién.


Un personaje de Wilde, Dorian Gray, cruel, bellísimo, ambiguo, narcisista, satánico e inmortal, pero eternamente joven, es el colmo del dandismo. El mismo Lord Byron expresó esta condición del alma ataviándose como un señor de la guerra albanés y haciendo de su vida un paseo al borde de todos los abismos, otro de los requisitos inexcusables de un verdadero dandy. ¿Y con qué objetivo? Con ninguno, salvo el de regresar un día a la nada, mejor antes de envejecer. Los objetivos son burgueses, el dandismo es aristocrático. Los pijos de consejo de administración de hoy día se creen dandies porque lucen relojes como el de la Puerta del Sol en la muñeca y empuñan la última versión del móvil de moda. Un dandy nunca mira la hora, eso es para gente que vive bajo la maldición de Adán: gánate el pan con el sudor de tu frente... y el dandy es la serpiente en el Edén; y no necesita maquinitas para comunicarse porque lo que tiene que decir lo grita con su figura, su vestuario y su ademán.

Por eso, por ser bello y disfrutarlo; por nacer cojo y andar con elegancia; por brillar como un rubí sin dueño en la carbonera previctoriana; por despreciar con arte y con su arte; y por nunca pedir perdón... George Gordon Byron (1788-1824), sexto barón de su apellido, tuvo que huir de una Inglaterra que le apretaba como el zapatito de cristal a la madre de Dumbo.

En el verano de 1809, con veintiún baqueteados años gracias a su orgiástica vida universitaria en Cambridge, y recién nombrado par, pero muy díscolo, en la Cámara de los Lores, Byron se lanza a su Grand Tour, el viaje iniciático de los jóvenes aristócratas ingleses por Europa: Holanda, Francia, Suiza, Alemania e Italia. Por entonces, con las águilas napoleónicas sobrevolando el continente, Francia era opcional. Tal era la norma, así que Byron tuvo que saltársela: Portugal, España, Malta, los Balcanes, Grecia y Turquía. Cuando su barco parte de Falmouth, en Cornualles, el barón da la espalda a la isla y declara: "Me voy de Inglaterra sin pena. Volveré sin placer". 

 Le acompaña su amigo John Cam Hobhouse, primer barón de Broughton, futuro político radical que acuñó el título que aún hoy se da a la oposición británica: La Muy Leal Oposición de Su Majestad. Sí, a mí también me ha extrañado lo de "radical", pero eso dicen sus biógrafos.

De Lisboa, primera singladura de su viaje mediterráneo, tienen que salir por piernas. Byron, excelente pugilista, se parte la cara a la salida de un teatro con los esbirros de un hidalgo portugués: no ha tenido mejor ocurrencia que tirarle los tejos a su esposa. Bastante golpeados, los dos camaradas y sus criados pasan a España disfrazados de oficiales británicos. De ese modo, los españoles, en guerra con Napoleón, simpatizarían con aquel par de pájaros y los bandoleros y guerrilleros no les sacarían los higadillos.


 

Antípoda de las quejas de Giacomo Casanova es la opinión de Byron sobre las carreteras y los transportes españoles. El inglés se asombra de que pudieran llegar a Sevilla en solo cinco días, gracias, sobre todo, a los magníficos caballos andaluces que montaban. Sí lamenta, en cambio, que la dieta fuese tan aburrida: "Huevos y vino en todas las comidas. Y malas camas". Me da que la muy ceniza de Mrs. Mortimer, que puso a España a caldo en su guía de viajes, se inspiró en Byron para hacer una crítica muy parecida, con la diferencia de que ella no salió de la isla.

Los dos inglesitos pasaron tres días en Sevilla que pudieron ser como tres noches toledanas. Sin embargo, a Byron le sobrevino un insospechado apocamiento. La cosa fue así. España estaba en pie de guerra contra la Francia imperial. La Junta Central que "gobernaba" el país en nombre del rey cautivo, Fernando VII, se había hecho fuerte en la capital andaluza. El lord pudo ver a Agustina de Aragón paseando por las calles sevillanas con más medallas que un capitán general, animando así a una población que no necesitaba ánimos, tal y como afirma Byron en su poema narrativo Las peregrinaciones de Childe Harold:

No previendo la suerte que les amenaza,
los sevillanos se entregan a fiestas,
a cantos gozosos y a diversiones.
La locura jamás ve desiertos sus altares,
y la lujuria de los jóvenes campa por sus respetos.


La saturación de políticos, militares y refugiados, junto a la numerosa población sevillana, dificultaba el hacerse con una habitación. Por medio del cónsul inglés, Byron y Hobhouse son alojados en el número 19 de la calle Cruces, en el barrio de Santa Cruz. En esa misma rúa nació en 1802 el cardenal Nicholas Wiseman, autor de la novela Fabiola, nombre que recibe hoy esa calle.


 

La casa pertenecía a dos hermanas solteras, Josefa y Teresa Beltrán, propietarias de otros cinco inmuebles. Así las describió Byron en una de las muchas cartas que envió a su madre en sus dos años de turisteo meridional:
"Son mujeres de carácter, la mayor hermosa y de mejor figura que la pequeña, quien, no obstante, es bonita. No me sorprendió poco su liberalidad en el trato conmigo, que es general aquí. No es la discreción un adorno de las mujeres españolas, muy guapas, y de grandes y bellos ojos. Ambas hermanas me ofrecieron un curioso ejemplo de las costumbres del país. De hecho, la mayor honró a tu indigno hijo con atenciones muy especiales".
Con un lenguaje más poético, Jorgito Gordon lo resumiría así:

No son las damas de España
de la raza de las amazonas,
sino que están hechas para
las hechiceras artes del amor.

El caso es que, nada más echarle el ojo a Byron, Pepa Beltrán se le echa encima con todo lo demás. Mire usted por dónde, resulta que el inglés ya sabía que ella estaba prometida a un oficial español. Puede que eso -más la paliza en Lisboa, más el susto por lo echás p'alante que le parecieron las sevillanas- empujase al galán a recular. La Beltrán quiere animarlo susurrándole al oído que no es el primer inglés, ni mucho menos, que se trajina, pero ni por esas se nos viene el poeta arriba. Y aunque hay quien jura que el libertino se llevó por delante a las dos hermanas y al novio con charreteras, parece que no hubo juerga y que Byron se retiró en blanco a sus aposentos.

Cuando en la mañana del cuarto día los viajeros parten, Josefa Beltrán le reprocha a Byron -con una sonrisa, eso sí- el haber sido tan timorato. Como acto de postrera y dramática rendición ante la belleza del anglo, Pepa se corta la trenza como los toreros la coleta, anunciando así que deja las corridas para sentar la cabeza junto al sordaíto español.

 La sevillana, que ya se ve que era de tijeras tomar, le regala el mechón -de un metro de largo-, al apabullado lord. A cambio le corta un bucle a él. Y Byron no tiene nada mejor que hacer que enviarle la trenza a su madre, a la que confiesa, casi escandalizado, que Pepa le dio un largo y estrecho abrazo de despedida y que le echó un ramillete de piropos. Si eso no es un Edipo, que venga Electra y lo vea.

Todas estas cosas se saben porque en 1830, seis años después de la muerte del poeta, el baladista irlandés Thomas Moore publicó la correspondencia entre madre e hijo: Carta y diarios de Lord Byron, con noticia de su vida. La semana que viene te contaré de qué manera salieron los viajeros de Sevilla y cómo llegaron a La Tacita de Plata, segunda etapa de sus andanzas españolas. Por cierto, ya que hablamos de tazas, te recuerdo que allá por julio de este año publiqué una CITA EXPRÉS sobre la afición de Byron al café: "Clavo, canela y azafrán lo echan a perder". Tómalo como una invitación, pues así te lo ofrezco. De nada.

Continuará...


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sábado, 21 de noviembre de 2015


GUIRIS CON PUÑETAS

John Adams 

Presidente de los EE.UU.


 

"Las ostras americanas 
superan a las gallegas"


A finales del siglo XVIII España aún tenía un imperio al otro lado del océano, pero en Europa, siendo optimistas, era una segundona, para qué nos vamos a engañar; a tal punto que la Pérfida Albión había plantado la Union Jack en Gibraltar y Menorca.


 
Los franceses parecían una plaga de lemmings corriendo hacia el abismo de la revolución, pero todavía podían mirar a la cara a la poderosa Gran Bretaña. Y aún teñirían de rojo sangre el mapa de Europa y lo ahumarían con pólvora en los años venideros. Versalles sujetaba con mano firme la cadena trabada al cuello de Madrid, su falderillo, tal y como lo traban hoy desde Bruselas o Berlín. 

Prusia se acostaba con la bayoneta calada y se levantaba al toque de diana, anunciando la fiebre de los nacionalismos y los imperialismos. Y Austria, estrábica, miraba a la vez a la Francia borbona y a la pavorosa Rusia, sin dejar de tomar la temperatura al imperio otomano.
 

 

Por aquello, por los pactos de familia entre Bourbons y Borbones, la Sensible, una fragata francesa que achicaba agua a dos máquinas, se arrimaba con harto esfuerzo a la costa gallega a principios de diciembre de 1779. A cien leguas de Finisterre se le abrió una vía de agua que amenazaba con echarla a pique en plena ruta de corsarios ingleses. No hacía un mes que había levado anclas y soltado trapo en el puerto de Boston. Cuatro años antes, las trece colonias británicas de Norteamérica se habían rebelado contra su rey. Uno de aquellos rebeldes formaba parte del pasaje de la nave franca; y no temía por su vida, sino por la de sus hijos y por la misión que lo llevaba a París.

A John Adams (1735-1826), abogado bostoniano, padre de la nueva república, lo habían nombrado ministro plenipotenciario del Congreso Continental, órgano político supremo de los alzados, con el encargo de conseguir un compromiso firme de Luis XVI y, posteriormente, negociar un tratado con los ingleses. Bien podría jurar míster Adams que segundas partes nunca fueron buenas, pues era la segunda vez que viajaba a Europa. Le acompañaban dos de sus cuatro hijos: John Quincy, de 12 años, que sería el sexto presidente norteamericano, y Charles, de nueve. Ya se ve que a los niños de la época no los tenían entre algodones hasta que salían de la universidad, como a los de hoy. La vida de aquella gente era corta y azarosa, así que no podían perder el tiempo con pamplinas.


 
El día 8 de diciembre, la fragata en la que viaja la familia Adams -¡No quiero chistes!- alcanza el puerto de Ferrol, plaza militar destacada desde que a mediados de siglo se habían construido los astilleros y el arsenal. De hecho, los transcontinentales se admiran de la concentración de naves españolas y francesas, armadas contra Gran Bretaña. Distingue a los oficiales de cada nación no por sus uniformes, que son muy parecidos, sino porque los franceses son como unas castañuelas y los españoles tienen cara de oler camembert a todas horas: "Unos, alegres, vivaces y de gran locuacidad, y los otros graves y silentes".


 
Cuando le comunican al embajador que la Sensible tiene para rato con la avería, decide arriesgarse a viajar por tierra hasta lo que en la época llamaban Bayona de Francia. Creyendo que en la Galicia del XVIII de una calabaza salía una carroza, se apresta el bueno de Adams a alquilar unos carruajes... ¡Sí, hombre!, que te iban a traer a ti el Air Force One, como ibas caminito de ser el segundo presidente made in USA. A ver, ¿nadie le había explicao a este guiri a ónde venía?... Pues no, ya te he dicho que iban directos a Francia y que si no llega a ser por la brecha en el costao... El caso es que no encuentra un solo medio de transporte, ni decente ni indecente, en todo Ferrol, ciudad ilustrada y comandancia naval:
"Desde que estoy en esta ciudad no he visto un carruaje, coche, faetón, calesa o tartana de ninguna clase. Hay pocos caballos y todos pequeños, ruines y desvencijados. Mulas y burros son numerosos [en eso no hemos cambiado], pero pequeños [en eso sí]".

 
Normal que el diplomático tuviera tiempo para ocuparse de otros detalles, como los gastronómicos. Así nos deja dicho en su diario que las sardinas y las anguilas ferrolanas "son excelentes, y tolerables las ostras, aunque no son como las nuestras". Reconoce, eso sí, que el pernil de cerdo, o sea, el lacón de toda la vida, es digno de mención. Distingue entre los cerdos gallegos, alimentados con castañas y maíz, y los de  más al sur, que comen bellotas dulces. Señala que la carne de estos es mejor. Pero a ambas las supera la de un tipo de cochino que come un pienso de lo más exótico: víboras crudas descabezadas. Dicen que Wellington, quien años más tarde combatiría a Napoleón en Galicia, comía cerdo ibérico alimentado con carne viperina y bellotas. 

El embajador Adams desayunó en Ferrol "chocolate a la española, que responde a la fama que tiene en el mundo entero". La verdad es que hoy sigue habiendo cafeterías ferrolanas en la que se paladea un magnífico chocolate acompañado con unos frutos de sartén que ya quisieran los de la madrileña churrería de San Ginés, entre Arenal y Mayor. A mí, la verdad, me tentaban más las porras, olímpicas en mi estimación al compararlas con los churrillos. Y hablo en pasado por culpa de la hipercolesterolemia, ¡nadie es perfecto!


 Con el sentido práctico que ha de caracterizar a su nación para los restos, John Adams les compra a sus hijos una gramática española y un diccionario, para que se vayan haciendo con el idioma. Me llama la atención que les compre uno muy antiguo, el de Francisco Sobrino, Diccionario Nuevo de las Lenguas Española y Francesa, de 1705; ni siquiera es un repertorio con lemas y definiciones, sino un traductor hispanofrancés.

El 15 de diciembre, una semana después de alcanzar Ferrol, los Adams pasan por mar a Coruña. Llegan a las siete de la tarde, con el día anochecido; un oficial español que habla inglés les ha mantenido abierta la puerta de la ciudad. Coruña era sede de la Capitanía General del Reino de Galicia, es decir, su capital por entonces. El capitán general en la fecha era Pedro Martín Cermeño, paisano mío, pues nació en Melilla en 1722. Proyectó para Coruña uno de sus paisajes urbanos más emblemáticos, las Casas de Paredes, ejemplo de racionalidad ilustrada.


  


A John Adams le llama la atención que el gobernador de la plaza sea irlandés, Patricio O'Heir, y que buena parte de las tropa que encuentra haya nacido y pasado hambre en la Verde Erín. Supongo que, como hombre avisado, entendería que los irlandeses, enemigos irreconciliables de Inglaterra, encontrasen amparo y un mosquete de matar ingleses en España. También los había peleando contra los casacas rojas en su país, perdón, futuro país.

Aparte de esto, Adams insiste en los tópicos que empezaban a ser habituales entre los GUIRIS CON PUÑETAS que visitaban Celtiberia. A saber,

  • Ínfima calidad de las vías terrestres y, de nuevo, ausencia de carruajes y caballerías. Para continuar viaje, tuvieron que mandar que los alquilasen en Compostela. Y eso que estaban en la capital...
  • Supervivencia de prácticas judiciales de la Edad Media, teñidas de superstición. Asegura que un parricida coruñés fue arrojado al mar metido en un barril siguiendo un castigo propio de la Antigua Roma, la Poena cullei: el reo, apaleado, castrado y desnarigado era metido en un saco con una víbora, un mono, un gato y un perro. Con dos diferencias, una zoológica: en Coruña era más fácil encontrar un sapo que un mono; y otra humanitaria: el reo ya estaba muerto y las bestias fueron pintadas en la madera. Según el abogado Adams, España se regía por las leyes del rey y por las ordinarias, y por las de Justiniano y las visigodas. Viendo algunas sentencias actuales, se diría que no pasado tanto tiempo.

Cárcel del Rey, o del Parrote, construida a mediados del XVIII,

  • Los coruñeses eran morenos y hoscos y ambos sexos lucían largas melenas recogidas en coletas y trenzas que les llegaban a las rodillas. "Por las calles se ven hombres, mujeres y niños con los pies descalzos y las piernas desnudas, de pie horas enteras en las frías piedras o en el barro".
  • Hay más curas que carros. Los jesuitas, que tenían un colegio en Coruña, fueron expulsados, pero quedaban dominicos, franciscanos y agustinos, amén de monjas de Santa Bárbara y capuchinas. El cónsul francés lo lleva de paseo por un convento franciscano y le muestra las celdas, ante las que el descendiente de puritanos sospecha que son "antros de celos, de odio, de envidia, de venganza, de intriga, de malicia... Un fraile no tiene relaciones ni afectos que suavicen sus pasiones, sino que es dejado completamente a sus ambiciones".
  • La capital de Galicia no produce nada, pues los campesinos cultivan lo justo para sobrevivir, y todo le llega de fuera y a precios desorbitados. Eso sí, se fuma y se esnifa rapé como si las trompetas del Apocalipsis estuvieran atronando el cielo coruñés y el Leviatán surgiera de su bahía. Alguien le confía al americano que en España se consumen diez millones de libras de tabaco al año, más de cuatro millones y medio de kilos.

Antes de dejar marchar a don Juan Adams, acompañado de sus chavales y del séquito diplomático, merece la pena conocer la impresión que le produjo el símbolo de la ciudad, declarado en 2009 Patrimonio de la Humanidad: la Torre de Hércules. Lo llama Torre del Hierro y afirma que los lugareños lo han expoliado "para pavimentar las calles". Hasta 1788 no se restauraría. La reconstrucción del arquitecto Eustaquio Giannini y de José Cornide la dejó tal y como hoy la conocemos.


 
Tras pasar el día de Navidad en Coruña, el que sería segundo presidente de los Estados Unidos tras George Washington sale por la Carretera de Castilla hacia León y de allí a los Pirineos. En 1783 sería uno de los firmantes del Tratado de París, que puso fin a la guerra de emancipación de las colonias británicas en Norteamérica. El cuadro que cierra esta entrada, del pintor colonial Benjamin West, presenta a los firmantes norteamericanos, John Adams, Benjamin Franklin y John Jay, ex plenipotenciario en España, y artífice del olvido histórico sobre la ayuda española a la independencia de su país. De todos modos, no hay que echarle toda la culpa, para eso nos bastamos solos. La legación británica rehusó posar para el pintor y por eso la obra aparece incompleta. Ya sabes, si te mueves, no sales en la foto... Y sí, los ingleses se movieron de sus colonias confederadas con el rabo entre las piernas; así que no estaban para selfies al óleo.


 


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sábado, 12 de septiembre de 2015

Víctor Miguel tiene como heroica y colosal destreza "entender a Góngora" y, a mayores, "versificar en redondillas y en silvas cuando la ocasión lo amerita".

Descubre a este hispanista y humanista, oriundo de lo que un día fue Nueva España, en CSO: Comunidad Siglo de Oro.




CITA EXPRÉS

Amado de Jesús Rodríguez


  


"Sembrando café en las alturas,

no habrá sequía en la llanura"



Sin duda el café es una bebida identificada con lo más sofisticado de la sociedad; doquiera que se vaya, pareciera una norma inquebrantable, si hay café hay intelectuales, hay cultura y hay poesía. Sin embargo, lejos del encanto fascinante que despiertan el refinamiento y la elegancia del literato, del filósofo, del historiador o del artista, el café es el hijo de la tierra de labranza, escenario que rara vez concuerda con los bucólicos paisajes que tantos ingenios, a lo largo de la historia, se han esmerado por confeccionar, con más ideales que semillas y harto más sueños que agotadores trabajos en el campo. Si es verdad que la cosmopolita sociedad urbana ha adoptado esta bebida como emblema de su cúspide más preciosista, también es cierto que el café es primero vástago y discípulo del campesino que lo siembra y lo cultiva. 

En el Viejo Mundo la historia de los granos de café se puede rastrear hasta finales de la Temprana Edad Media, pero en el Nuevo este singular rubiáceo no se conoció sino a mediados del siglo XVI. Las primeras ciudades americanas que consumieron consuetudinariamente el afamado brebaje fueron Boston, Nueva York y Filadelfia; cabe destacar que el cafeto no se cultivaba en el continente sino que se compraba el grano a las metrópolis europeas.

 
Según algunas fuentes de pasmosa exactitud ha de situarse la llegada del café a América en calidad de cultivo en 1715, mientras que otras defienden que ocurrió ocho años más tarde. Sin reparar demasiado en las fechas, lo cierto es que para antes de la tercera década del siglo XVIII la cosecha cafetalera era próspera y popular. Las favorables condiciones de la tierra americana permitieron que el nuevo cultivo se propagara de tal manera que llegó a desplazar a otros oriundos como el cacao. Asimismo, la encarnizada competencia entre británicos, españoles, franceses y holandeses por explotar las riquezas del nuevo continente estimulaba a los comerciantes, soldados y agricultores a buscar nuevas cosechas con las cuales entrar en la carrera económica y enriquecerse. 

A la Nueva España el café llegó de Las Antillas en 1790 o 1796, pocos años antes de que el virreinato se convirtiera en el joven y bárbaro México. Se le destinó la región de Córdoba, en el actual estado de Veracruz, como principal centro productor. La guerra de independencia en 1810 pudo haber inhibido el cultivo (parece conveniente apuntar que no por capricho del cura Hidalgo, pese a que se cuenta que él era más afecto al chocolate y dicen que disfrutaba de una taza calentita la madrugada del dieciséis de setiembre, cuando le notificaron que su libertaria conspiración había sido descubierta).

 
Pero a medida que los tambaleantes gobiernos nuevos comenzaban a ganar cierta estabilidad, como niños que aprenden a caminar por cuenta propia, el café fue uno de los productos más favorecidos por las leyes, ya que su exportación (y no tanto su consumo) era uno de los pilares que fortificaban la dañada economía nacional. 

Todo lo anterior ha sido necesario, en parte, para comprender el motivo de la cita que hoy he deseado compartir con ustedes, ya que mucho se dice sobre el placer que comporta beberse una, dos o diez tazas de café, pero casi nunca se habla de su accidentada producción. De igual manera, hablar de México y de sus cafetales es hablar de un país que exporta un producto de primera calidad, pero cuya población apenas se interesa en consumir. 

En la actualidad esta nación azotada por la violencia, el crimen organizado y una ciudadanía pasmosamente pasiva (que se empeña más en conocer el destino de “El Piojo” Herrera en vez de encaminarse hacia un mejor futuro) ocupa el 9º lugar en la producción mundial de café. En varias entidades se cultiva el preciado grano; las principales son, en orden de importancia, Chiapas, al sur; Veracruz, en la costa oriental; Oaxaca, en la costa suroccidental; y Puebla, en el centro, que en conjunto logran el 84% de la producción nacional. La cita de hoy ha emergido no de la pluma erudita de un ínclito poeta, admirador de Homero y de Cervantes y discípulo de Pamuk y Vallejo, sino de un humilde campesino oaxaqueño: Amado de Jesús Rodríguez. 

 
Don Amado es el último patriarca de un clan cafetalero arraigado en San Pedro Pochutla, poblado costeño que, a diferencia de otros que se ubican en locaciones semejantes y por ende se dedican a la pesca o al turismo, consagró sus fértiles tierras al cultivo del café. Durante las décadas de los 70 y 80 la tierra parecía bendita; se producía y se vendía en grandes cantidades, lo que motivó que los pobladores no se interesasen en actividades ajenas a la agricultura. Sin embargo los días felices poco a poco fueron terminando. 

Como ya he dicho antes, México produce mucho café, pero aprovecha para sí muy poco (las estimaciones oficiales dicen que apenas se consume 1 kg al año por habitante… ¡imagínense!), lo que dificulta las cosas para los productores, que constantemente bregan por colocar su mercancía en la mira de países como Bélgica, Alemania o Estados Unidos. En parte este fenómeno ha afectado al clan de Pochutla. Ante semejante panorama no debe sorprender que el mercado rara vez, o nunca, se apiade de los que no resultan favorecidos por su dorada balanza. 

Otro gran factor que ha lastimado la región es la roya, que recientemente ha destruido los cultivos de más de 70 municipios, pero ha devastado hectáreas enteras desde 1981. Sin embargo, inspirado por su amor al campo y al café, don Amado ha promovido la introducción de nuevas cepas, resistentes a la plaga, con las que espera recuperar el ritmo de producción y la calidad que hace casi cuatro décadas trajeron la bonanza a la costa oaxaqueña. 

La variedad que los Rodríguez quieren que prospere es conocida como “Oro Azteca” y fue creada por el Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuniarias (INIFAP). El objetivo no es sencillo ya que se trata de una cepa nueva que, a pesar de su sólida constitución genética, todavía no ha conocido el suelo mexicano en su más prístina y silvestre modalidad. Asimismo, lograr la adaptación de la planta es apenas uno de los peldaños; resta convencer a los demás agricultores de que apuesten por esta especie, lo cual no siempre es sencillo, ya que toda introducción supone un alto riesgo; ¿qué pasa si el Oro Azteca no se adapta? ¿Qué ocurre si no es tan resistente a la roya y termina sucumbiendo? ¿Y si no es tan bueno como el arábigo que se cultiva en la actualidad y los clientes no lo quieren? Cada duda no es sino el temor a que el remedio salga peor que la enfermedad, como se dice en estas tierras. Abandonar un cultivo conocido por uno de reciente creación puede suponer pingües ganancias si todo sale bien, pero si Fortuna no es propicia las consecuencias pueden ser nefastas: pérdidas cuantiosas, deudas impagables, bancarrota, quizá incluso la necesidad de vender los terrenos y dedicarse a otra cosa para seguir subsistiendo. Muchos terratenientes, gentes folclóricas y tradicionales donde las haya, prefieren apegarse al viejo refrán: “más vale malo por conocido que bueno por conocer”, saben que no están en condiciones para asumir el riesgo. 

 
No obstante es cierto que la peor lucha es la que no se hace, así que para contrarrestar los temores y demostrar que el café oaxaqueño puede volver a los mercados internacionales pisando fuerte, don Amado ha propuesto además técnicas de cultivo sustentable, con el objetivo de facilitar la adecuación del Oro Azteca al entorno y maximizar el aprovechamiento de recursos sin perturbar el ecosistema. Con el ejemplo por amar y mucha esperanza por escudo, el viejo agricultor se decidió a comenzar esta cruzada en pro del café al grito de: “Sembrando café en las alturas / no habrá sequía en las llanuras”, lema con el que distingue sus plantaciones en la accidentada superficie oaxaqueña (de ahí la mención de las alturas) y al que se aferra con el ferviente anhelo de ver nuevamente sus granos en el mercado pero, sobre todo, en el corazón de los asiduos bebedores del aromático y oscuro néctar.

 
Esta historia, aunque actual e inconclusa, noble senado, espera tener gozosa continuación en obra de dos o tres años, cuando el fruto del cafeto esté listo para que las laboriosas manos de los Rodríguez y sus trabajadores lo recojan, beneficien y obtengan un grano fragante y listo para procesarse. Entre tanto, caro lector, cara lectora, la próxima vez que disfrutes de una exquisita taza de café, recuerda que te bebes la sangre de la tierra, la auténtica poesía del campo, y das al campesino sustento y motivo para seguir labrando.


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