SUENAN CENCERROS EN PALACIO (y 2)
SUENAN CENCERROS EN PALACIO (y 2)
¿No te has enamorado, aunque solo fuera por un verano, de un primo o de una prima carnales a quienes no veías más que en vacaciones? ¡Qué desazón, qué genuino pecado, qué ganas de rebozarte en lo prohibido (¡Prohibidísimo!)! ¿Acaso no besaste a su mejor amigo, a su mejor amiga, con los ojos cerrados, saboreando el beso como si se lo estuvieras dando a tu tierno pariente?
¿Y por qué no nos atrevimos la mayoría a dar ese paso y a perder pie en el abismo, aferrados a una rama rota del Árbol del Bien y del Mal, es decir, de la Sabiduría? Pues por la maldición que los adultos echaban, vigilantes de nuestros juegos púberes, sobre tan definitivo, por incestuoso, pecado: "Los hijos de los primos hermanos salen subnormales [sic]". Sin embargo, los óptimos de entre nosotros (tal condición se les suponía a emperadores y reyes) se aparearon entre ellos a lo largo de la Historia, desde los hermanos faraónicos a los primos borbónicos. Por eso decía yo en la primera entrega de esta entrada que lo mismo Letizia Ortiz que Kate Middleton (en la imagen), un par de plebeyas, han entrado en los tálamos de sus respectivos y regios esposos con el vigor de un par de bebidas energéticas: para dar alas a los esmirriados genes de tan endogámicas dinastías.
Esa endogamia propia de las familias reales europeas dejó sin herederos a los Austrias españoles y nos condujo a la Guerra de Sucesión y al reciente referéndum, consulta o sesión vermú de Reus en Cataluña (discúlpame, pero son los nacionalistas de allá los que no dejan de repetir que de aquellos polvos vienen estos lodos...). El cambio de dinastía en aquella España todavía imperial no modificó -más bien reforzó- el apareamiento intramuros, lo que llevó a un vademécum inacabable de enfermedades del cuerpo y, desde luego, del alma. O de la mente, como quieras. Ya te hablé de la melancolía y la satiriasis del quinto Felipe. Prefiero satiriasis (y ninfomanía) a hipersexualidad porque los dos primeros resuenan a mitología y el tercero a lejía de hospital y a comunicador pedante (son una plaga). Poesía contra cursilería.
El primer borbón español tuvo dos sucesores. Su primogénito Luis, el único en la Historia de España, conocido como El Bien Amado, que fue coronado en 1724. La viruela lo mató antes de cumplir un año de reinado. Es de ley decir que se fue, pero se fue suave, dada su fama de putañero, fruto de la proverbial lascivia de su apellido. Lo casaron con una pariente suya, Luisa Isabel de Orleáns, que sufría lo que hoy llamamos TLP: Trastorno Límite de la Personalidad, es decir, a medio camino entre la neurosis y la psicosis. Eran de órdago las andanadas de eructos que podía lanzar, por darse el gusto, no por gases, en actos cortesanos. Es recordada por su exhibicionismo desenfrenado y por ser una alegre dipsomaníaca.
Al morir Luis, su padre volvió a reinar -muy a su pesar- hasta su muerte. Le sucedió, en 1746, Fernando VI (en la ilustración). De él dice Yago Valtrueno, el protagonista de El viento de mis velas, que prefería "la peor de las diplomacias a la mejor de las guerras". Su prudencia quizá tuviera que ver con el trastorno bipolar heredado y con la hipocondría: era más aprensivo que el Licenciado Vidriera. En una ocasión intentó suicidarse con unas tijeras, que luego esgrimió contra quienes pretendían impedírselo. Otras veces pedía veneno a sus médicos y armas a sus guardias, siempre con la extremada intención de matarse. Caía en ciclos dolorosos de ayuno y gula desenfrenada -¿anorexia y bulimia?- acompañados de terribles estreñimientos que hacía más crueles sentándose sobre muebles que le sirvieran, por su perfil y dureza, "de tapón".
Ya, ya, ya sé que no he mencionado nada sobre su vida sexual. Pues ahí va: padeció priapismo, otro evocador nombre traído de los mitos. Príapo era un dios menor, fértil y fálico, permanentemente empalmado; lo que en él era bendición, es tortura en los mortales, por eso el rey prudente llegó a aliviarse en su esposa durante la agonía -real, no figurada- de la pobre mujer.
Y por fin llegamos a Carlos III, con el que daré por finalizado este repaso a los cencerros palaciegos. No por falta de interés en Carlos IV y en su hijo, Fernando VII, quien rayó en la psicopatía, sino porque el primer volumen de las aventuras de Yago Valtrueno no llega tan lejos. El rey alcalde estaba poseído por otra de las obsesiones de su linaje: la caza (de bestias, se entiende). Se dice que era el más sano de todos, pero su falta de empatía raya en lo morboso: tal era su afición cinegética, que no le pesó estar ausente en el funeral de su hijo, el infante Javier. "Bien -dijo-, ya que nada puede hacerse, debemos llevarlo con resignación". Y, con las mismas, salió a matar conejos. Ciento sesenta y siete años más tarde, María de las Mercedes de Borbón-Dos Sicilias sufría los dolores del parto del futuro Juan Carlos I. El Conde de Barcelona había salido, y no por los nervios, sino para matar fieras en un safari. No se le puede culpar: el crío nació sietemesino. Mientras aquel Borbón, heredero sin trono, pegaba tiros en África, los españoles se mataban a tiros en la batalla de Teruel. Franco ganó y los Borbones, saltándose uno, recuperaron su endogámica, gozona y cinegética corona.
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